Elegidos del Llanto

JOUSÍN PALAFOX SILVA

A la Flor Azul

Que es toda belleza y virtud, porque posee las espinas más hirientes, pero también el perfume más delicioso. A la Flor Azul que se le conquista pétalo a pétalo y para poseerla hay que luchar por ella durante muchas vidas. Es una flor preciosa, porque hay que pagar por ella un precio que a veces es muy alto, un precio de vida. Pero ella todo lo merece; es la ultima meta, la dicha entera y por ella se justifican muchos errores y penas.

Para la Flor Azul, que es digna flor entre las Flores, porque la Flor Azul es simplemente la inaccesible palabra: Felicidad.

...La felicidad que yo anhelo.

(Lo siento “Novalis”, tú lo dijiste primero, pero La Flor Azul es mía. Yo la creé sin saber de la tuya. Tu único merito fue haber nacido 207 años antes que yo).


Agradecimientos

A DIOS.

Porque si yo no existiera, a nadie le haría falta y nadie me extrañaría.

Pero gracias a él, que tuvo la idea de mí, estas dos situaciones son ya imposibles. Durante un instante del infinito devenir de los tiempos, ¡él pensó sólo en mí!, me dedicó un instante del tiempo del universo.

¿Tiene alguien en este mundo, algo de lo que pueda sentirse más orgulloso?

A Mi MADRE Luzmila Silva Arteaga. Quien me enseñó a amar. Y gracias a quien soy todo lo que soy y he conquistado la mayoría de mis sueños.

A Mi Querido MAESTRO Francisco Casanova Incháurregui, hermano marista. Quien me enseñó a pensar. Y de antemano me disculpo con él por escribir su nombre en mi obra, pero espero comprenda que gracias a la gran influencia que ha tenido en mi vida, era algo para mi imposible de evitar.

A ellos dos mi más profundo agradecimiento, porque ambos fueron quienes me hicieron “amar el pensamiento”; saborear el verdadero manjar de la poesía, el goce de leer y el placer de escribir.

Y por ultimo a Mi Gran AMIGO Octavio Álvarez Piza, mi editor o “pre-editor”, —como el prefiere ser nombrado.

Porque ha sido él quien ha corregido durante los últimos nueve años cada palabra que he dicho y escrito. Asimismo he recibido de él las más efusivas congratulaciones y las más inclementes criticas —tanto en mis letras como en mi modo de vida.

¡A TODOS ELLOS GRACIAS, MUCHAS GRACIAS!


INTRODUCCIÓN

Querida lectora, gentil lector:

Antes que nada, ¡GRACIAS! por tener entre tus manos a éste que es mi primer hijo, mi primer libro. Se dice que para realizarse, todo ser humano debe tener un hijo, sembrar un árbol y escribir un libro (por mi parte también añadiría tener un gato). Al menos yo ya escribí el libro; acerca del árbol he dejado instrucciones muy precisas en mi testamento; pero para el hijo aún no estoy preparado, así que lo reservare todavía durante algunos años para la mujer idónea, esa que me corresponda y sepa esperarme. En fin, esto ciertamente no es lo que yo quería decirles, pero creo que no esta de más abrir mis sentimientos y mi confianza a aquellos que abren hoy las páginas de mi libro.

Tú has llorado... sí, lo sé. Yo también. Pero hay quienes lloran y han llorado tanto que parecen morir en vida. “A veces la muerte no es más que la perdida de la vida, en vida” -le oí decir alguna vez a mi madre y creo que tiene mucha razón. A decir verdad y aún con mi corta experiencia, después de todo lo que he vivido, tengo por bien sabido que no en vano la palabra amor rima con dolor. El sufrimiento parece ser inherente a la alegría, sin el uno no existe el otro. No sé por qué, son misterios de la vida y razones del Señor.

Los santos, paradójicamente son quienes más sufren durante su estancia en este mundo. La madre Teresa, haciendo gala de su sabiduría y conocedora de que amar significa dar, alguna vez dijo: “hay que dar hasta que duela”. Pero a través del dolor, ellos se purifican para alcanzar la divinidad y el resto de los comunes mortales alcanzamos la sabiduría y aprendemos a valorar la dicha de la vida.

Así pues, esta historia que estás a punto de leer, habla del dolor. Es un regalo que el cielo me hizo mientras dormía. Está basado en un sueño que tuve, el cual al despertar convertí en cuento. Hay por ende, muchos detalles de exagerada fantasía —por llamarlos de algún modo-- y ficción, que he decidido no omitir para respetar la originalidad de aquel sueño. Otros detalles, escenas y diálogos nunca los soñé, pero los añadí para darle un poco más de lógica y sentido a la difícil e incongruente trama que en ocasiones presentan los sueños. Como ya lo dije antes, la historia me la regalo, “no sé quién” mientras yo dormía, mi único merito fue organizarla, hacerla entendible para terceras personas y grabarla en letras. Por mi parte aplaudo al verdadero autor de esta “novela” que mucho me gustó, tanto que me invito a publicarla; y asimismo agradezco el haberme dado el privilegio de ser yo quien la soñara. Gracias pues a ese poeta de otro mundo y otra dimensión por haber compartido conmigo su historia, una historia bañada de lágrimas pero enjugada de amor e ilusión, en donde a diferencia del viejo adagio, se demuestra que no es la Fe ni la Esperanza, sino el AMOR lo último que muere. Y una vez más gracias a ustedes mis lectores que me dan la oportunidad de presentar mi obra y transmitir ese mensaje de profundo amor que tiende a ser común entre todos aquellos que hemos sido alguna ves los “Elegidos del Llanto”.

Jousín Palafox Silva (el escritor).


I

Impaciencia. Quizá ese tipo de impaciencia que con el paso de los años se convierte en un fuerte hábito. Pero no, definitivamente no. Esta vez el nerviosismo en su rostro tenía un semblante diferente. Kaleb no podía evitar recordar su anterior y triste intento de boda. Todos sus amigos lo tenían igualmente presente, pero por prudencia nadie lo mencionaba. De vez en vez uno que otro se acercaba a él y le decía: “Tranquilo hombre, ya no tarda”.

Cuatro años atrás, Kaleb también vestía frac y en el atrio de una iglesia recibió aquella cruda noticia que cambiaria su vida:

—Merali... Merali tuvo un accidente.

Al llegar al hospital, los ojos de su prometida ya se habían cerrado y sus labios fríos aun ensangrentados se veían entreabiertos, como queriendo decir algo con su imagen a través de la eternidad. Los demás pasajeros sobrevivieron. Sólo ella viajó más allá de su destino.

Él se aferró a su pecho, a su cuerpo. La sujetó entre sus brazos, mordía desesperado su rubio cabello cenizo y se ahogaba entre su llanto, su pelo y su helado cuello. Él murió junto con ella ese mismo día, pero su condena fue seguir con vida.

Aquel obscuro día, la ansiada marcha nupcial se entono grave, se hizo triste, se volvió fúnebre; e innecesario resultaría decir lo que fue de Kaleb: los días y las noches que paso en vela, las comidas que jamás probó, las botellas de amargo licor que por ella bebía... cada botella vacía en sus manos moría, se convertía en Ella y cada gota que de ellas tomaba, se transformaba en lágrima, dolor en apariencia líquida que también se dejaba en libertad por Ella.

Pero el tiempo pasa. Mueren los huracanes y sólo queda la tormenta. Después un suave viento y un cielo negro, negro como el corazón que de tanto llorar y latir sin fuerza se erosiona, se agrieta.

Al paso de los años no la olvida, pero conoce a otra mujer que semeja en gran medida la apariencia física y moral de su amor perdido. Y se vuelve a enamorar. Aunque no con la misma fuerza: ¡eso es imposible! Pues los amores posteriores al verdadero amor, sólo son reflejos de lo que se amó. La nueva “Ella”, esta vez de nombre Angélica, merecía admiración, respeto y cariño. Era dulce, era una mujer buena y realmente bella, era el vivo reflejo de Ella.

Angélica era una mujer con la que valía la pena vivir una vida entera. Y así mismo se lo sugirió Kaleb. Hoy, él esperaba a que ella llegara en avión desde una ciudad lejana. La boda seria a las seis y media de la tarde, pero en el aeropuerto se dio el anuncio de que los vuelos se retrasarían a causa de una espesa neblina matinal.

Él y sus amigos deciden regresar a sus hogares. En la iglesia, el salón y la limusina se preparan los últimos detalles. Todo está casi listo, pero la novia aún no está en su casa y eso es lo que a Kaleb le preocupaba. No era entonces la impaciencia cotidiana. Ésta vez su nerviosismo era justificado y muy diferente: ¡Temía que su futuro fuera como su pasado!

Llegó a las siete con quince de la mañana a su casa. Se abrió la puerta de la cochera, estaciono el carro y bajo de él. Al cerrar la portezuela percibió un aroma putrefacto y sintió a su espalda que algo se movía. Volteó rápidamente y no supo si correr o reír... En el aire un pez amarillo, alargado, semejante a una anguila: con aletas laterales que iban de la cabeza a la cola y que se movían de manera ondulatoria, serpenteando a lo largo de su cuerpo, se elevaba y nadaba en la cochera, como si ésta fuera un gran estanque de aire. Kaleb inmediatamente buscó con la mirada hilos transparentes o alambres que le hicieran saber que eso no era más que una broma de sus amigos, como despedida de soltero.

El animal navegó por el aire y paso junto a su rostro. Sin duda no había cables ni hilos y el indefinido pez parecía tan real como los peces exóticos de algún sofisticado acuario de la ciudad.

Kaleb no se rió, al contrario, se talló los ojos y se puso las manos sobre las sienes. Suponía que aquello no podía ser más que una ilusión, ocasionada quizá por sus preocupaciones y el estrés a los que se hallaba sometido en los últimos días. Al quitar las manos de su cabeza, el pez seguía nadando en el aire con plena libertad. Intentó entonces tocarlo, pero al tratar de sujetarlo, el pez se resbaló de entre sus dedos y moviéndose como culebra se alejó haciendo un extraño gruñido; a la vez que amenazante volteaba a ver a Kaleb mostrándole una filosa hilera de dientes largos y delgados como alfileres. Parecía una forma de advertirle que no intentara acercarse siquiera.

El demoníaco pez seguía flotando y Kaleb asustado salió de la cochera. El animal lo siguió. El muchacho sabía que aquello era irreal. Se detuvo un instante y pensó si acaso aquello era un sueño. Después de todo a veces soñaba cosas que parecían bastante reales y al concientizarse de que sólo eran sueños, podía cambiar de escenario, dirigir el sueño e incluso despertar sin mayor problema. Volteo nuevamente a ver al pez volador e intentó desaparecerlo, con tan sólo pensarlo... pero el pez no desaparecía. Quiso entonces intentar cambiar el escenario en el que se desenvolvía la situación... pero tampoco pudo. Finalmente trato despertar usando una técnica que según leyó, usan los onironautas (aquellas personas que a voluntad propia buscan tener sueños lúcidos), para despertar de un sueño desagradable, que consiste en intentar observar durante el sueño, las palmas de sus manos... pero no, ¡nada pasaba! No era un sueño ni una pesadilla, aquello comenzaba a parecer cada vez más real. La realidad de la que no sabemos despertar.

Decidió no caer presa del pánico. Respiró profundamente e intentó tranquilizarse. Tuvo una idea: si todo eso era tan real como él lo veía, entonces las demás personas podrían también ser testigos de ello. Así pues, corrió a su habitación y tomó su cámara. Habría de fotografiar a ese animal para convencerse de que era verdadero y así, si el monstruo volador huía, él tendría pruebas al hablar de él y demostraría que no era un loco fantasioso que soñaba despierto.

Al regresar a la sala con cámara en mano, el pez había desaparecido. Lo buscó en la cochera y tampoco estaba allí. Se había esfumado. Ya no se percibía su fétido aroma ni se escuchaba su horrible gruñido por ninguna parte. Todo era igual, todo estático, todo en su lugar. Nada era diferente, simplemente aquella cosa había desaparecido de la misma forma que apareció: inexplicablemente. Confundido y nervioso apagó la luz del garaje, cerró la puerta y se dirigió a su cuarto pensando en tomar una siesta e intentar olvidar lo sucedido. ¿Cómo iba a explicar lo que había visto si él mismo no lo comprendía? —se preguntaba.

Entró a su habitación, arrojó la cámara a la cama y el flash se disparó directo a sus ojos, deslumbrándolo momentáneamente. Entonces, sobre su cabeza y a su espalda, nuevamente algo se movía. “¡El pez!”, pensó de inmediato. Apretándose los ojos volteó y al abrirlos, alcanzó a percibir en una esquina de aquel alto techo, una figura que se suspendía en el aire. En esta ocasión se trataba de un hombre vestido de negro. Con la mano derecha acariciaba su mentón y mantenía las piernas flexionadas como si estuviese sentado sobre un invisible colchón de aire. Aquella presencia no era menos sorprendente que la del pez, por lo tanto Kaleb dudaba aún estar verdaderamente despierto.

El hombre que flotaba, encogió las piernas pegando los muslos sobre su pecho y las rodeó con sus brazos mientras ocultaba la mitad inferior de su rostro entre las rodillas. Comenzó a girar en el aire hacia enfrente y luego de lado. Finalmente su cuerpo quedo reclinado hacia adelante y en dirección a Kaleb. Sus profundos ojos negros se clavaron sobre los de su intimidado espectador. Enderezó el rostro y con sus blancos labios, enmarcados por una barba y bigotes absolutamente negros, le sonrió maquiavélicamente.

Kaleb sintió una helada sensación que recorría todo su cuerpo, una paralizante emoción que bloqueaba sus sentidos... ¡pánico¡ Sin jamás haber visto a ese hombre, él sabia quién era y sobretodo, qué representaba.

Aún en el aire, este hombre estiraba sus brazos y piernas como si comenzara a despertar de un ligero sueño. Pausadamente inició su descenso hacia el suelo. Cuando planto sus pies sobre la loza, Kaleb intentó echarse hacia atrás, pero sus piernas no respondieron. Sus reflejos y su pensamiento se hallaban atrofiados, todo él se había petrificado, como quien ve a la muerte guiñarle un ojo en un interminable instante de tragedia del que se espera el peor desenlace.

El intruso se acerca a dos pasos de su desdichado huésped, se acomoda la corbata dentro del saco y rompe al fin con el sofocante silencio:

—Kaleb... ¿sabes tú, quién soy yo?

El eco de su voz inundó la atmósfera de frío, el frió intenso que únicamente el más puro mal, puede engendrar. Sin ser un personaje de aspecto grotesco, en él todo se percibía horrendo: su mirada, su andar, su sonrisa y sobretodo su ronca voz visceral.

Kaleb no contestaba.

—¿Sabes tú, quién soy yo? --insistía el hombre barbado.

La respiración del interpelado se escuchaba forzada. El aire circundante al hombre de negro, parecía negarse a ser respirado. Finalmente al verse acorralado, y haciendo acopio de fuerza, el aterrado joven responde asintiendo con la cabeza.

El que preguntaba sonríe con gozo y prosigue:

—Dime cómo me llamo.

Silencio... absoluto silencio.

—¡Dime cómo me llamo! --repite con fuerza, al tiempo que va acercando su diestra al rostro del interrogado.

Kaleb entonces, para evitar ser tocado por aquel ser de semblante amenazador, toma una bocanada de aire y al exhalar dice casi gritando:

—¡No!

El hombre se detiene en su intento de tocarlo. Aleja la mano del rostro de Kaleb y pregunta:

—¿No, qué?

Unos instantes de silencio...

—No, no diré tu nombre.

—¿Acaso... acaso no lo sabes? --dice pausadamente el malencarado hombre. Luego vuelve a sonreír.

—No --es la tajante respuesta de Kaleb, y añade: ¡Pero puedo sentirlo!

Una carcajada estalla en la habitación, el hombre de negro se lleva la mano al pecho y comenta:

—Tienes razón, no hace falta que lo digas. Además tengo tantos nombres que ni siquiera yo mismo los sé todos... Sí —prosigue--, es mejor que ¡sientas! quién soy.

—¿Por qué estas aquí, qué haces en mi casa?

—Ah, ¿ahora eres tú quien hace las preguntas?

Kaleb no responde. El otro hombre se acaricia la barba y continúa:

—Bien, te lo voy a explicar. Pero primero dime: ¿te gustó mi mascota?

Por su parte Kaleb prefiere no responder.

—Hubiera sido una buena broma si te la hubieran hecho tus amigos, ¿o no? En lugar de una mujer semidesnuda que sale de un pastel, tuve la ocurrencia de regalarte un maloliente y asqueroso pez volador —el hombre ríe—. ¡Valla que soy genial! Sin duda habría sido una memorable despedida de soltero... “si es que dejas de ser soltero” —pronunció esto último con enfático acento irónico.

—¿Cómo que si dejo de ser soltero? --inmediatamente reclamó Kaleb. ¡Hoy es mi boda!

—Así también iba a ser hace cuatro años... ¿lo recuerdas? Pero yo... ¿Cómo decirte? Bueno, digamos que yo cancelé la boda.

—¿Tú... fuiste tú quien...? --intentó preguntar con la voz entrecortada.

—Sí. Fui yo quien se la llevó aquel hermoso día --decía cambiando la inflexión de su voz en tono de burla.

Kaleb pensó en Merali y en aquel negro día que marcó su vida. Los ojos se le humedecieron y sus puños se cerraron... Entonces sin pronunciar palabra ni pensarlo dos veces, se abalanzó furioso contra el que se burlaba de su tragedia e intentó golpearlo. Pero cada golpe que lanzaba se perdía en el vacío. El otro hombre simplemente se deslizaba hacia atrás sobre el suelo sin dar un solo paso, como si resbalase sobre hielo. Después de varios fallidos intentos, Kaleb se lanzó sobre él, intentando abrazarlo para poderlo derribar, pero cuando lo hizo, terminó de rodillas en el suelo y su regocijado espectador apareció a sus espaldas.

—Ni lo intentes --advirtió el hombre barbado--, no vaya a ser que te lastimes o termines “muerto” el día de tu boda.

Kaleb puso las palmas sobre el suelo y con la voz quebrada de llanto, furia e impotencia, preguntó:

—¡¿Por qué?! ... ¿Por qué ella, por qué yo maldito? ¡¿Por qué?!

El interpelado apareció sentado en la esquina de la cama, frente a Kaleb. Entrecruzó los dedos de ambas manos, los puso bajo su mentón y dijo:

—Te diría que fue por capricho para no hacerte sentir tan mal, pero... pero no fue así. Seré honesto contigo, te diré la verdad: !Me dio asco tanto “amor”!

Kaleb, que yacía en el suelo, levantó el rostro.

—¿Qué? ...

—Sí, “que me dio asco tanto amor”. La querías de una forma... extraña, yo diría “casi sobre humana”. Había algo allí que me provocaba nauseas y para serte sincero, me ofendía aquella fuerza, aquel poder que te rodeaba al amarla.

—¡¡¡Yo la amaba imbécil!!! ¿Quieres saberlo?... pues sí, yo la amaba con todo mi ser, con todas mis fuerzas. Ella era lo más sagrado, lo más bello, lo más puro. ¡Ella para mí era todo, mi todo, ella era todo, todo, todo! —gritaba con furia Kaleb.

—¡Exactamente! --respondió eufórico el hombre que estaba sentado en la cama.

Kaleb aún lloraba, pero comenzó a incorporarse. Ya de pie respiró profundamente y procuró tranquilizarse. Analizó su situación y guardó silencio durante un minuto. Al fin exclamó:

—No sé cómo he caído en tu juego. Yo sé que tu mejor arma es la mentira. Por más que intentes disfrazarla de otras mentiras que la hagan parecer verdad, en el fondo seguirá siendo mentira. A mí... a mí no me engañas. ¿Sabes por qué? Porque sé que tú no eres quien da la vida y bien sabes que tampoco tienes autoridad para quitarla —fueron sus firmes palabras.

Pero el otro también se puso de pie y al cabo de unos instantes replicó:

—¿Crees que sabes mucho de mí verdad? --sonrió ligeramente--. Pues déjame preguntarte algo: ¿recuerdas a Job? ¿Recuerdas su historia en la Biblia?... ¿Recuerdas lo que le pasó a su esposa y a sus hijos, a todos sus bienes e incluso a él mismo? —hace una larga pausa--. Ahora dime tú, si puedo o no, hacer y hacerte semejantes cosas.

Kaleb se queda sin palabras. Todas sus emociones se frenan, su mente se llena de dudas. Su razón fue violentamente sacudida y se siente inseguro, confundido.

—¡Yo no soy un santo maldita sea, yo no soy un santo! --dice indignado en voz alta—. ¿Por qué a mí?

El otro hombre esboza una sonrisa.

—No. No eres un santo y ni te lo recomiendo.

—¡¿Entonces por qué yo?! ¿Por qué Ella?

—Tú lo dijiste hace un momento.

Entonces comienza a hablar e imita fielmente la voz de Kaleb: “Ella para mí era todo, mi todo, ella era todo, todo, todo”. Escucha bien tus propias palabras Kaleb. Eres creyente. Dime, ¿acaso no te parece eso una “blasfemia”?

Kaleb entreabre los labios pero no contesta. No tiene nada que contestar.

—Ese fue mi argumento contra ti... claro que al tenerla a tu lado irradiabas alegría y eras, ... digamos que un “buen hombre”. Pero quisimos saber si lo seguirías siendo al perderla.

—Maldito, maldito seas --decía apenas con voz el dolido hombre.

—Pero después de cuatro años --continuó el intruso--, sobreviviste. Y no he regresado por eso, sino porque estuviste tanto tiempo llorando y bebiendo, que jamás te acordaste ni de Él —dijo señalando hacia arriba - , ni de un humilde servidor —dijo señalándose a sí mismo--. Nunca te quejaste con nadie, nunca reclamaste; pero tampoco lo superaste, ni buscaste paz contigo mismo. Y cuando al fin un día estuviste sobrio, conociste a esta otra muchachilla con la que hoy te quieres casar y... y en realidad nos sorprendiste. No supimos siquiera si pasaste o fallaste en tu prueba. Así es que por eso regresé. Tengo planes de llevármela a ella también. Sé que viene en avión y creo que hay mal tiempo, ¿o me equivoco?

En ese momento Kaleb enjugó sus lágrimas, enderezó el rostro y en tono retador exclamó:

—¡Llévame a mí hijo de perra!

El hombre de negro frunció el entrecejo, tal vez sorprendido por tan ruda respuesta.

—Sí, no eres estúpido y sabes lo que Angélica significa ahora para mí. En ella amo a dos personas: a ella y a Merali. Angélica mereció mi amor por su bondad, su ternura, su inteligencia; pero bien sabes que también fueron sus ojos azules, su cabello cobrizo, su forma de cuerpo y manera de hablar, semejantes, más semejantes que nadie a Merali. Por todo eso la amo.

—Por favor, ¡pero apenas si estabas sobrio cuando la conociste!

—Deja de decirme eso imbécil. Sí, fui un alcohólico, pero jamás un vicioso. Mi único vicio era amarla y siempre estuve embriagado, pero embriagado de ella.

El otro hombre sonreía, sólamente sonreía. Después dijo:

—Entonces te tendrás que embriagar otros tantos años...

—¡No maldito! --respondió inmediatamente--. No, porque no te lo permitiré. Enfréntate a mí, asesíname a mí —hace una pausa y toma aire - . Pero me tienes miedo cobarde.

—¡¡Yo no te tengo miedo!! --aclaró categóricamente el hombre de mirada obscura sin dejar terminar de hablar a Kaleb.

—Soy hijo de “Aquél” que también te creó a ti. La diferencia es que él puso en mi vida a Merali y así me enseñó a amar, me hizo parecerme a él... y eso es algo que tú eres incapaz de hacer. Somos muy diferentes, sabes que te considero una farsa porque quisiste ser Dios y te convertiste en escoria. Cometiste el peor de los pecados: traicionaste el amor. ¡Claro que me temes! Soy un riesgo para ti, tan así es que tú viniste a buscarme y yo no te busqué a ti.

El hombre barbado no mostró emociones. Caminó pausadamente alrededor de Kaleb sin pronunciar palabra. Cuando hubo estado nuevamente de frente a su acusador dijo:

—Ninguna de tus estúpidas razones son ciertas, pero esta bien, tendrás tu oportunidad de enfrentarme. Será en mi mundo con mis condiciones y reglas...

Le dio la espalda a Kaleb y comenzó a alejarse.

—Algo más, --dijo con asco-- ¡¡¡Siente mi mundo!!!

Entonces se desvaneció en el aire y a Kaleb se le nubló la vista. Todo se tornó negro ante sus ojos y cayó al suelo víctima de un intenso dolor en el pecho. Intentó asirse de algo, auxiliarse de alguna manera. En vano era todo, el dolor no cedía, al contrario, se agudizaba. Nuevamente volvió a sentir miedo, esta vez un miedo intenso, un miedo que “dolía”. Nada que pudiera hacer mitigaba su pánico o su dolor. Se llevó las manos al tórax y comenzó a pensar:

—Soy... soy hijo del Todo... del Todopoderoso... y... si Él está conmigo... nadie me puede causar daño.

Continuaba en su autoconvencimiento:

—Soy hijo de Dios... y Él está conmigo. Él está conmigo... Él debe estar conmigo.

Entonces, en medio de las tinieblas que nublaban su vista pudo distinguir un punto de luz, un pequeño rayo de luz que parecía abrirse paso entre nubes negras. Él seguía hablando para su interior y a medida que se hacía consciente de su naturaleza divina, siendo parte del Todopoderoso, la luz se intensificaba y el dolor disminuía.

—Él está conmigo, Él está conmigo...

La oscuridad que lo había cegado, desaparecía gradualmente junto con el dolor de su pecho.

—Soy hijo de Dios...

Finalmente la luz era quien ahora lo cegaba y la última sensación de dolor desapareció. Poco a poco sus ojos se fueron llenando de colores y las imágenes comenzaron otra vez a tomar forma. Su respiración se normalizó y el miedo intenso a lo desconocido, al dolor y a la muerte se había sustituido por una dulce paz que lo abrazaba en el silencio de su habitación. No se levantaba, seguía tendido sobre la fría loza. Quería seguir así, tranquilo. Disfrutando la dicha de la ausencia del dolor, aquella dicha inicua que se vive a diario y se vuelve cotidiana, pero que sólo se valora y se disfruta hasta recuperarla después de haber sufrido.


II

Así se encontraba, solo, hundido en sí mismo, abstraído en su mundo de cavilaciones cuando repentinamente y con agudo timbre sonó el teléfono. Abrió los ojos con un poco de sobresalto, pero no se inmutó. Decidió no contestar, no era momento para hacerlo. El teléfono sonó una, dos, cinco, diez veces y seguía sonando. Comenzaba a hacerse molesto el ruido y sólo tenía dos opciones: levantarse a contestar o esperara a que la persona cediera en su intento de llamar y colgara. Esperó pues a que colgaran, pero el ruido seguía y seguía, veinte... veinticinco veces y no cesaba.

Enfadado se levantó casi de un salto a contestar aquel endemoniado aparato.

—¡Bueno! --dijo en tono brusco.

—... Hola --contestó tímidamente una voz femenina al otro lado de la bocina.

—Sí, quién habla --melificó Kaleb su voz.

—Kaleb, ¿te acuerdas de mí?

Esa voz estremeció las más sensibles fibras de los sentimientos de aquel noble hombre. Todo su ser se conmovió y en su garganta se hizo un nudo. Y aunque creyó reconocer la voz, sabía que debía haber alguna confusión. Así que contestó:

—No... no sé quién habla. ¿Quién eres?

Unos pesados instantes de silencio.

—Yo Kaleb... soy yo.

El auricular comenzó a temblar en su mano. En su pecho se desató un huracán de emociones, pero no cedió ante él. En lugar de eso contestó de manera enérgica:

—¡No, no sé quién eres! Dime tu nombre.

Otra vez silencio...

—Dímelo tú, por favor dímelo tú --replicó la voz femenina, llena de ternura.

Enmudeció un momento, la sangre hervía en su cuello. Se sentó en la cama, se aferró al teléfono y con la voz entrecortada dijo como con un suspiro:

—¿Merali?

—¡Sí! --repuso inmediatamente la mujer.

—¡No!, tú no eres... no puedes ser Me...

—Merali, sí, Merali.

—No, ella es... ella está...

—Sí, hace cuatro años, lo sé perfectamente, pero créeme soy yo.

Alguien sin duda le estaba jugando una broma de muy mal gusto, burlándose abiertamente de su dolor. Los muertos no hablan, quizá en apariciones o a través de percepciones extra sensoriales, pero no por teléfono. Indignado con justa razón, pensó en colgar sin dar más explicaciones.

—Lo siento, pero voy a tener que colgar.

—¡No! --suplicó la mujer.

—¡Por el amor de Dios, ella murió hace cuatro años! ¡Deja de molestarme!

Cuando Kaleb estaba a punto de colgar ella le dijo:

—“¡Por mujeres como tú, es por lo que creo en el amor a primera vista!”

Esas palabras sacudieron su memoria y lo petrificaron. Eran sus propias palabras...

Nueve años atrás, cuando Kaleb era aún adolescente, fue a una lujosa tienda departamental para comprarle un obsequio a su madre con motivo de su cumpleaños. Ya en la tienda, repasó decenas de aparadores con joyería, bolsas de mano, cosméticos, tocados para el cabello y todos aquellos artificios que hacen de una mujer bella una diosa y resaltan la belleza escondida de aquellas menos agraciadas por la naturaleza. Sin éxito, navegó sin rumbo entre estantes vacíos de magia, de encanto suficiente para encantar a una mujer. Decidido estaba ya a retirarse, cuando al pasar por el área de perfumes, no fue su olfato el que fue seducido sino su mirada. Del otro lado de un mostrador, una mujer excepcionalmente bella sonreía a los clientes y les ofrecía fragancias, perfumes que inundaban de delicia el ambiente; pero la verdadera fragancia que embriagaba el aire y a los clientes, era la de su piel.

Al contemplarla todo su ser le exigía acercarse a ella, pero él no sabía cómo hacerlo, qué decirle, cómo enfrentarla. Cada gesto lo embelesaba, pero prefería observar a distancia en lugar de enfrentar a aquello que lo cautivaba. Y así deambuló entre los pasillos, buscando pretextos para acercarse a la muchacha. Las excusas sobraban: la necesidad de comprar un regalo, preguntar por alguna esencia, investigar precios, en sí... falacias, pero no la verdad. La verdad, la razón y el motivo eran Ella.

Iba y venía. Después de media hora, él aún estaba allí. Supo al fin que no tenía por qué avergonzarse de lo que sentía, que debía decírselo. Después de todo se trataba de algo bueno, algo que se suponía debía halagarle. No iba a decirle que le desagradaba su peinado o que aquel vestido gris no le iba bien, —en el supuesto de que eso fuera cierto - . Sin saber qué decir, ni cómo actuar ante ella, se armó de valor y se dirigió hacia la señorita. Se paró frente a ella, la miró a los ojos y dijo:

—Disculpa...

—Sí, ¿en qué puedo servirte? --contestó ella al tiempo que le sonreía.

Al ver esa sonrisa y aquel rostro iluminado de belleza, Kaleb sintió palidecer.

—Lo que pasa es que... --sus ideas se confundieron--, yo nada más quería... —no supo qué decir e inteligentemente optó por guardar silencio.

—¿Querías qué? --preguntó ella sin dejar de sonreír.

La mirada de Kaleb se borró un poco, tragó saliva y en un arranque de valor, sin pensarlo dos veces le dijo:

—¡Por mujeres como tú, es por lo que creo en el amor a primera vista!

Después de aquella frase ninguno de los dos articuló palabra. Ella quedó estática, su sonrisa desapareció de su rostro y se ruborizó intensamente.

Las mujeres bellas, se saben bellas y saben también que su simple presencia infunde respeto, son el modelo del amor ideal. Además están acostumbradas a que con una sola palabra amable, cualquier hombre esté dispuesto a postrarse ante ellas. Son en ocasiones frívolas y soberbias. Saben imponerse gracias a la gran seguridad que tienen en ellas mismas, pero cuando alguien se impone con igual valor frente a ellas, simplemente quedan desarmadas.

—¿Perdón? --fue lo único que después de unos instantes pudo musitar la muchacha.

—Sí, Merali, es cierto. Eres bellísima y... y lamento incomodarte con mi comentario pero quería que lo supieras.

—¿Có... cómo es que... que --tartamudeaba-- sabes mi nombre?

—Lo dice tu gafete --contestó él, mientras le señalaba la placa dorada en su saco gris.

Bajó la mirada aún más avergonzada. En ese momento se acercó a ellos una supervisora y al ver que la muchacha tenía la cabeza gacha, preguntó a Kaleb:

—Señor, ¿ya lo atienden?

—Eh... --dudó su respuesta--, sí señorita. Ya me atienden, gracias.

—Sí, yo lo estoy atendiendo --añadió Merali.

—Está bien, con permiso --dijo la supervisora mientras rondaba por el mostrador.

Fingiendo entonces que atendía a Kaleb, la muchacha le preguntó:

—¿Qué otra fragancia le gustaría ver señor? --pero no lo miraba de frente.

—No sé en verdad señorita. Recomiéndeme algo.

—Bueno, las mejores fragancias que tenemos son las...

—Señorita --interrumpió--, deme la mejor o la más cara que tengan.

Ella guardó silencio, luego se inclinó y sacó de la vitrina un perfume en botella de cristal cortado color azul, con tapadera metálica que en el frente tenía grabado un nombre en francés ininteligible para el cliente.

—Éste es el mejor que tenemos señor. Permítame mostrárselo...

—No, no es necesario. ¿Me lo recomiendas? ¿Tú como mujer crees que es el mejor, te gusta su aroma?

—¡Claro! --contestó ella como dando a entender lo obvio de la respuesta.

—Está bien, dame dos --decía Kaleb, mientras buscaba su tarjeta de crédito—, empácalos por separado por favor.

La muchacha efectuó el cobro y guardó en diferentes bolsas las botellas de perfume, pero aún no era capaz de mirarlo a los ojos. Sin duda se sentía nerviosa e intentaba fingirlo.

—Aquí están sus perfumes señor --dijo al momento de entregarle la mercancía a Kaleb.

El joven tomó ambas bolsas y la miró fijamente a los ojos, luego tomó una de las bolsas, la colocó sobre el mostrador y se dirigió a ella:

—Esta es tuya, te la regalo.

—¿Qué?,... ¡No! --fue su inmediata reacción.

—Por favor acéptala --dijo él en un tono casi suplicante.

—No, no puedo --y se ponía aún más nerviosa.

Merali tomó entonces la bolsa y se la acercó a Kaleb, quien al ver la acción de la muchacha dio un paso hacia atrás. Al darse cuenta que ella se mostraba renuente a quedarse con el regalo, dijo:

—Mira, puedes aceptarla o rechazarla, pero sea cual sea tu decisión, yo ya te la regalé y la voy a dejar ahí encima... tómala si quieres o si no, déjala allí mismo hasta que alguien la recoja; pero aún así me daré el gusto de habértela regalado y eso para mí ya es suficiente.

Le sonrió una vez más a la atónita muchacha y aunque sus piernas temblaban, se atrevió a decirle por último:

—Bye linda, luego te veo --dio media vuelta y se marchó sin dar más explicaciones.

Ese día Kaleb se sintió casi omnipotente. Venció al fin el pánico que le imponía aquella hermosa mujer. Ya no había obstáculos ni murallas que no pudiera sortear para volver a acercarse a Ella. Desde ese momento se acabaron los imposibles para él y día con día buscó la manera de acercarse a Merali hasta que ella se convirtiera en la mujer, que años más tarde intentaría llevar al altar.

Ese recuerdo de nueve años atrás, hizo eco en la cabeza de Kaleb, cuando la mujer del otro lado de la línea le recordó aquel encuentro usando sus propias palabras: “!Por mujeres como tú, es por lo que creo en el amor a primera vista!”.

Al escuchar la frase, se sentó sobre la cama y no dijo nada. La muchacha le hablaba por la bocina y él no contestaba, estaba en un estado de shock.

—¡Kaleb, Kaleb! --pero él no respondía.

Pensó en la posibilidad de que quizá en algún momento Merali le hubiese comentado aquella anécdota a alguna amistad y ahora esa persona se aprovechaba de ello para molestarlo.

—¡Tú! --al fin dijo--, no tienes derecho a lastimarme, tú no eres ella...

—¡Está bien! Está bien, comprendo que no me creas. Estás en todo tu derecho —le decía con voz dulce--, pero si quieres comprobarlo, te espero a las tres en el Faro Sin Luz.

—¡¿Qué?! --cuestionó alterado.

El Faro Sin Luz era el restaurante que por la música en vivo que allí se tocaba, la ambientación y la bohemia del lugar, se había convertido en el rincón preferida de Merali y Kaleb. Mismo que desde el deceso de Ella, Kaleb jamás había vuelto a frecuentar.

—Sí, el Faro Sin Luz --repitió ella--, puedes no ir si así lo deseas, pero aún así yo allí estaré en la misma mesa de la esquina - entonces sin despedirse siquiera, la mujer colgó, dejando a Kaleb confundido y con el “tono de ocupado” en la línea.


III

Media hora más tarde comenzó a llover y Kaleb acostado en su cama contemplaba la lluvia que golpeaba el cristal de su ventana. No entendía aún nada de lo ocurrido y tampoco sabía si olvidar la invitación o acudir a la cita y descubrir a la persona que había intentado burlarse de él. “¿Sería acaso alguna persona que quería timarlo para ver si en verdad le era fiel a Angélica?”, se preguntaba, sumergido en sus propias reflexiones.

Pasaban las horas, los minutos y los segundos se alargaban en su efímera existencia para recordarle su cita con aquella desconocida. La cansada marcha de su corazón y el tic-tac de su viejo reloj se sincronizaban y traían a su memoria dulces recuerdos de aquel tiempo muerto, el único en su vida en el que había sido feliz.

Ya las dos y media de la tarde y él aún no decidía qué hacer. Dos treinta y uno, y sus manos sudaban. No podía más, jamás se perdonaría a sí mismo perder esa cita, ni aclarar aquellas dudas. Como un solo grito, su corazón y su razón se mezclaron en un profundo y sentido suspiro, que al huir de entre sus labios le dijo a sí mismo: “Vete ya, que alguien te espera”.

Encendió su carro y salió de su casa en frenética huida, atravesando la ciudad a toda prisa para encontrarse con el hogar de sus más bellas memorias, las paredes y la opaca luz amarilla de los ventanales del “Faro Sin Luz”.

Con paso vacilante entró al recinto, sintiendo a cada paso el impacto de las imágenes y los recuerdos que aún vivían en él y en el lugar. Pero había algo en el aire, algo más que familiar, no era el humo del tabaco ni el buqué del licor, tampoco el aroma condimentado de los alimentos ni el dulce sabor de la repostería... había algo, algo más que familiar en el ambiente —un escalofrío recorrió su cuerpo--, ese algo que sabía al aroma de Merali. Cada mujer, cada copa, cada vela, cada mantel, en sí, todo, todo olía a Ella. Era una fragancia intensa que aparentemente nadie más que él reconocía.

Se dirigió lentamente hacia el punto de encuentro, la mesa del rincón. Atravesó un arco de piedra y dio la vuelta alrededor de una columna, quedando al fin de frente a la citada mesa. ¡Mil emociones en un instante!... Alguien estaba en la mesa de espaldas a él. Era una mujer rubia, cuya cabellera bañaba sus delicados hombros, cubiertos por terciopelo de una entallada blusa color lila.

Nervioso se acercó sin hacer ruido. Aquella mujer podía ser cualquier persona, incluso podía no ser la mujer que le habló por teléfono; a lo mejor solamente era alguien que esperaba a otra persona, posiblemente a otra amiga, o tal vez a su esposo, a su novio o incluso al mesero para que le entregara la cuenta —se decía Kaleb internamente--, buscando justificar la presencia de esa mujer en la ya paradigmática mesa del rincón.

A dos pasos de ella, la mujer intempestivamente se pone de pie y voltea hacia él... unos segundos y una helada gota recorre el rostro y el pecho de Kaleb, quizá una sofocada lágrima, quizá una angustiosa gota de sudor.

Todo él, todos sus músculos, todo su espíritu se detuvieron en el tiempo. Se congelaron en un instante de incertidumbre, dolor... y placer. La mujer rubia era inconfundible y aterradoramente: Merali. Sí, la misma Merali viva, incontenible e “inapresable” de cada sueño, que al amanecer se tornaba en pesadilla.

—Hola --dice un poco tímida.

Él no responde, no se mueve, no parpadea, no respira.

Ella al ver que no contesta, se acerca a él y le da un fuerte y cálido abrazo. Pone su rostro sobre el hombro izquierdo de Kaleb y con dulce voz le susurra casi al oído:

—Sí, Kaleb, soy yo... sigo siendo yo.

Él entonces, olvidándose de razones, lógica, sueños e imposibles, la abraza con fuerza, aferrándose a su cuerpo, como quien se aferra a una tabla en un naufragio. Comienza a llorar inconteniblemente pero en silencio. Llora tanto como lo hizo el día en que la perdió. Y allá, entre las sombras y en la soledad de la mesa del rincón, él se hinca ante ella y abrazado a sus piernas baña sus medias con su llanto. Kaleb en aquel restaurante se había olvidado de protocolos, normas de urbanidad, modales, apariencias y todas aquellas vanidades que nos roban libertad a cambio de una vida en sociedad. En ese momento, en el universo sólo existían la verdad de sus sentimientos, Ella en el cenit de su cielo y él adorándola a sus pies.

Algunos meseros y comensales de alrededor contemplaban a lo lejos la escena sin atreverse a opinar, ni mucho menos a acercarse. El llanto tiene mil motivos, desde los más viles hasta los más virtuosos, pero el hecho de que un hombre se arrodille, tiene un significado aún más profundo: humillación, clemencia o el más sublime de todos, “adoración”.

Ella se pone de cuclillas, pega su frente a la de él y le toma las manos.

—Mi amor, ¿por qué lloras?

—Es que no quiero... no quiero Merali...

—¿No quieres qué? --pregunta con infinita ternura.

—No quiero despertar.

Merali sonríe y besa su frente, enjuga sus lágrimas con sus dedos y le dice:

—Mi amor, levántate. Por favor levántate mi amor.

Poco a poco, obedeciendo las palabras de su amada, Kaleb se incorpora y la ve a los ojos. Contempla absorto su mirada azul, con placer, con novedad y sorpresa: como la primera vez. Eran sus ojos no como el resplandor del cielo ni como la serenidad del mar, sino como el aro... ese maravilloso anillo azul que envuelve a la luna en un eclipse total; aquel anillo que pese a las advertencias, Kaleb se atrevió a ver por un par de segundos cuando era niño; atrevimiento que dejó en su memoria un recuerdo invaluable, y de por vida. Una imagen tan bella y excelsa como la que dejaron los ojos de Merali el primer día que osó verlos de frente.

Abstraído se encontraba él viendo sus ojos, cuando la muchacha le dice:

—Siéntate mi amor.

Nuevamente él obedece. Ambos se sientan y Merali acaricia los pétalos de un girasol que iluminaba un florero en el centro de la mesa.

—Kaleb, mi amor, vine hasta aquí porque necesitaba hablar contigo.

—¡No! --exclamó de manera tajante mientras se tallaba la cara con las manos—, no quiero que me digas nada, no quiero que recuerdes nada. Sólo quiero abrazarte, besarte, estar junto a ti —y la toma de las manos.

Merali frota las manos de Kaleb.

—Siénteme, siente el calor de mis manos, la textura de mi piel. Es real Kaleb, es real. Tan real como que existes, tan real como que te amo.

Y es que cuando la realidad se mezcla con la fantasía, cuando los más inalcanzables ideales se conquistan y los más ansiados sueños se realizan, la dicha es tanta y tan intensa que el ser humano siempre duda estar despierto. Concibe esos momentos sólo para el cielo, pero no para el crudo “mundo real” al que está acostumbrado.

—No Merali... es que tú no eres...

—Mas bien estoy.

—Estás, ¿estás qué? --preguntó ingenuo.

—Eso que piensas: ...estoy muerta.

Esa frase hizo temblar la conciencia de Kaleb. Él sabía que ella había fallecido, pero se encontraba en un momento de negación y ella lo acababa de despertar de su trance. Pálido intentó levantarse de su silla, pero ella lo tomó del hombro y con la cabeza le suplicó que no lo hiciera.

—Dios mío, ¿qué... --contenía el llanto-- qué es todo esto?

—Mi amor, escúchame. Necesito que seas fuerte, muy fuerte para entender lo que tengo que decirte —le decía Merali mientras acariciaba las manos de su exprometido—. Tranquilízate y platiquemos por favor.

Kaleb se talló los ojos y respiró profundo. Intentaba entender lo que sucedía.

—He venido porque necesitaba verte y necesitabas verme...

—Merali --interrumpió bruscamente Kaleb--, ¿de dónde vienes? ¿Estoy loco o en verdad te estoy viendo?

Ella sonríe y le vuelve a tomar las manos.

—Por favor veme, veme a los ojos... ¿acaso no me recuerdas? Claro que soy yo mi amor, claro que soy yo.

—Pero es que tú te fuiste hace tanto y yo te he buscado incansablemente. Te busqué en mis sueños, te busqué en el alcohol, te busqué en todas partes, en todas las iglesias e incluso estuve a punto de quitarme la vida para irte a buscar al más allá.

Merali sonreía compasiva mientras él hablaba.

—Te busqué al fin en otras mujeres. Busqué aquellas que se parecieran a ti, que tuvieran algo tuyo, cualquier cosa: tu voz, tus gestos, tu forma de sonreír, tu manera de pensar o estúpidamente hasta tus apellidos. Pero nunca te encontré por completo. Al irte me dejaste solo, te llevaste mi mundo.

—Así es mi amor. Yo no elegí dejarte, simplemente ocurrió. Además la muerte no es la tragedia que ves desde la vida... en verdad jamás mueres, eso en realidad no existe.

—Entonces, ¿qué es a lo que llamamos muerte, nosotros los vivos?

—Tú mi amor, no eres más vivo que yo --dijo Merali con paciencia--, en cambio, yo sí soy más libre que tú. La muerte es un grado más de la libertad.

—Siempre me han dicho que la capacidad de decidir es ser libre, que como humanos al tomar decisiones somos libres. ¿Por qué eres tú más libre que yo? —preguntó aún escéptico, aún dudando que aquel encuentro fuera real.

—Porque estás atado a esto --acercando la mano del muchacho a sus labios, la besó y continuó diciendo—, a lo que llamas “Kaleb”. Tú crees ser más libre que una roca, incluso que una planta, porque te puedes mover, puedes reír, puedes cantar, ver, saborear; pero sigues atado a esto —y volviendo a besar su mano concluyó--, a esto que llamas “Kaleb”.

—¿A mi cuerpo? --preguntó él.

—Sí, a tu cuerpo, que se cansa, que padece dolor, frío, sueño, calor; que necesita alimento, aire, sol, que envejece y pierde fuerza. A tu cuerpo que no sabe volar, ¡que no te deja ser libre!

Él guardó silencio, comprendiendo así lo que su amada le intentaba explicar, luego dijo:

—¿Entonces por qué mejor no me quito la vida?

Ella lo observa, parecía que podía ver a través de su alma.

—Porque sería como saltar de un tren antes de llegar a la estación. Solamente tardarías más en llegar a tu destino final y te sería más cansado caminar hasta él, que tolerar el a veces insoportable viaje en los diferentes vagones. El suicidio no es un atajo, al contrario, es un camino lento y equivocado.

Meditó un poco la respuesta de Merali, después dijo:

—Dime, qué es, más bien, qué es lo que...

—Caballero, señorita --interrumpió súbitamente un mesero--, ¿les puedo tomar su orden?

A punto estaba Kaleb de decirle “NO” de una manera brusca, cuando Merali con su siempre dulce y serena voz se le adelanta:

—Sí, dos cafés por favor.

—Algo más señorita.

—No, gracias. Sólo dos cafés y crema aparte por favor.

—En un momento señorita. Con su permiso.

El mesero se aleja y Kaleb aún tiene las palabras entre los labios.

—¿Qué decías? --pregunta ella.

—Decía que, ¿qué pasó, qué sentiste al... bueno, tú sabes, al “irte”? —preguntó con mucho tacto.

—Es una sensación maravillosa. En verdad no sé cómo explicarte.

Hace una pausa y continúa:

—Imagina que te estás ahogando en un profundo mar y que nadas y nadas intentando llegar a la superficie para poder respirar. Dentro del agua hace mucho, mucho frío y todo está oscuro. Tú intentas nadar, pero como estás a obscuras y rodeado de agua, no sabes hacia dónde nadar, no reconoces lo que es arriba ni lo que es abajo. Entonces en el punto máximo de tu angustia ves una luz, ¡la superficie! Nadas hacia la luz ya sin fuerza ni aire, sólo por instinto... ya estás asfixiado. En ese momento sientes como si una inmensa burbuja emergiera desde el fondo del mar y te encontrara en su camino. Es cuando sientes en tu interior el tan ansiado aire que necesitabas, pero solamente lo respiras una vez; ya no vuelves a necesitar más. Todo tu ser se llena de calor y puedes sentir cómo te liberas de tu propio peso, es como si toda tu vida hubieras llevado a cuestas un pesado saco de piedras sobre tu espalda y de pronto lo dejaras caer al agua... sientes por primera vez en tu vida una liberación absoluta, una liberación de ti mismo.

Kaleb, demasiado interesado tiene mil preguntas, pero sólo hace dos:

—¿Y después a dónde llegas? ¿Cómo es ese lugar?

Ella sonríe y le guiñe un ojo. Entrecruza los dedos y le responde:

—Eso sólo se explica viviéndolo, decirte a dónde llegas y cómo es, sería como tratar de explicarte un sabor que nunca has probado... y es mejor así, que lo pruebes hasta ese día.

—Pero...

—Pero --lo interrumpe--, sí te puedo decir a quien vi.

—A... a --por más que pensaba no podía imaginar a nadie--, no sé, quizá a... —hacía gestos, movía las manos y balbuceaba cosas--, a algunos ángeles, alguien famoso en la historia como Gandhi o a... —se da por vencido—. No, en verdad no sé, dime por favor.

Antes de que Merali contestara:

—Caballero, señorita, aquí están sus cafés.

El mesero coloca las tazas sobre la mesa frente a cada cual. Empuja un poco hacia adelante el florero con el girasol que descansaba en el centro de la mesa, para colocar allí la crema y el azúcar, y pregunta después:

—¿Se les ofrece algo más?

—No gracias --contesta inmediatamente Kaleb para que el mesero se retire lo antes posible.

—Con su permiso --y se pierde entre las mesas.

Kaleb da un sorbo a su café, hace una mueca y luego le pone azúcar y crema. Merali le acerca dos cremas y le dice:

—Con tres, ¿verdad?

Él asienta con la cabeza sonriendo. Le da un sorbo a su café y Merali no toca siquiera el suyo.

—¡Mi mamá! --exclama la muchacha.

—¿Qué? --pregunta confundido.

—Sí, la persona a la que vi al llegar allá fue mi mamá. Ella me recibió.

—¿Tu mamá?

—Sí, mi mamá, mi mamá --repite ella con insistencia.

—Y... ¿cómo fue, qué pasó, qué te dijo?

—La abracé con todas mis fuerzas. Ella se veía hermosa, joven, fuerte, con una gran felicidad en el rostro, en sí... era diferente. Allá todos son diferentes, todos cambian, se perfeccionan, ¿sabes? Y me dijo: “Te estaba esperando Coqui”.

—¿Coqui?

—Sí --sonríe ampliamente--, así me decía cuando yo era niña.

—No sabía eso.

—Y yo ni me acordaba, hasta que lo volví a escuchar de ella.

—¿Te habló entonces?

—¡Claro! Platicamos toda una eternidad pero todo cuanto yo le contaba de mí, ella ya lo sabía. Me dijo que siempre había estado pendiente de mí. Y sabes algo, ... yo lo he estado de ti.

Kaleb sonríe, pero baja la mirada, apenado quizá. Intenta evadir que hablen de él, y dice:

—¿Te encuentras allá con toda la gente que amaste?

—Sí, con todos ellos... sólo tu cuerpo muere, tus sentimientos son inmortales.

—Pero Merali, yo puedo verte y sentirte y tu cuerpo... --reflexiona e intenta retractarse de lo que iba a decir, sin embargo Merali se le adelanta—:

—Sí, mi amor, mi cuerpo sigue en el cementerio... no he resucitado, simplemente volví a tomar la forma que de mí reconoces. Me he desdoblado. Éste es un cuerpo exomático.

—¿Eso quiere decir...?

—No importa, luego lo entenderás. Investígalo si en verdad te interesa saberlo.

—Dímelo tú por favor.

—No. Mira, lo importante es que allá soy más bella --dice con cierta coquetería de “muñeca” de clínica de belleza, esa esencia suya que siempre la distinguió en vida—. Allá se sigue evolucionando, se busca la perfección, se viven otras vidas y se desarrolla otra conciencia. Cuando naces allá, mueres aquí; cuando naces aquí, mueres en otra parte del universo, en otra vida menos perfecta. Mi cuerpo se desintegró bajo la tierra mi amor, pero yo sigo viva.

Nervioso le da otro sorbo a su café y sujeta fuertemente la taza con las dos manos.

—¿Ese cuerpo no es tuyo?

—Sí, sí es mío, pero no es el que hace cuatro años abrazabas y besabas. Es simplemente un cuerpo nuevo, es como el que está enterrado, una proyección del original “un vestido más”, no otra cosa.

—No, no te entiendo --vuelve a tomar café; Merali no toca el suyo.

—Nuestros cuerpos son sólo vestidos de lo que en verdad somos, son como la ropa, se usan y se desechan, qué importa, al fin no son nuestra esencia, no son lo que en verdad somos. Tú, por ejemplo te enamoraste de lo que soy, no de mi cuerpo. Y aquí estoy yo en otro cuerpo igual en apariencia pero en sí yo soy a quien tú amas y no es este cuerpo, sino yo quien te ama. Amor que me ha hecho venir a verte.

Kaleb vuelve a agachar la cabeza, no se atreve a preguntar. Es ella pues quien toma la iniciativa:

—¿Mi amor, sabes por qué vine a verte?

El muchacho contesta con otra pregunta:

—¿Entonces no has regresado, sólo viniste a verme?

Algo así como una mezcla de tristeza y compasión se refleja en el rostro de la bella muchacha. Ella no contesta una sola palabra pero parece decir que sí con sus ojos de mirada azul, azul con un matiz grisáceo; con esos maravillosos ojos que tienen la virtud de expresar cualquier sentimiento y pensamiento sin necesidad de hablar.

—¿Te vas a volver a ir?

Ella sigue sin contestar, con la misma mirada, con el mismo gesto.

—¡¿Para qué viniste entonces si me vas a volver a abandonar?! --le reclama Kaleb enérgicamente casi a punto de llorar.

Al fin los labios de Merali se entreabren:

—Vine porque te amo.

—¿Porque me amas vienes ahora, ahora después de cuatro años de llorarte, ahora que ya había aceptado tu partida? ¡¿Para qué vienes a regalarme felicidad cuando me la vas a arrebatar al irte otra vez?!

—Vine porque te amo... --repite ella agachando el rostro.

—¡Porque me amas, porque me amas! ¿Eso es amar: abandonar?

Merali endereza la cabeza inmediatamente y atraviesa a Kaleb con la mirada.

—Vine porque te amo, vine porque me necesitas --dice con voz firme.

—Merali, te he necesitado toda mi vida...

—¡Kaleb ... --lo interrumpe--, sé lo que pasó esta mañana!

Kaleb queda frío y deja de hablar. Vuelve a sentir un poco de temor.

—¿Sabes quién te visitó esta mañana?

Él no contesta, prefiere guardar silencio, esperanzado en que lo que vivió fuera sólo una ilusión o una pesadilla que más valía la pena olvidar. Al no poder penetrar en su silencio, ella comienza a hablar:

—Él es del que siempre se habla, pero se cree lejano y su historia se cuenta como leyenda; aquel que tiene más nombres que dioses griegos hubo en el Olimpo. Y se le denomina de mil maneras, pero su verdadero nombre prefiere ser olvidado. Se dice que él es causante de las más terribles tragedias y las más dolorosas penas. Se le cree fuerte, pero él es “nada”, es ``la ausencia del todo''.

La muchacha calla y lo observa, espera de él una reacción pero él no parpadea, no se mueve, no contesta. El silencio pesa sobre la mesa y lastima entre los labios.

—Kaleb, ¿sabes quién te visitó? --interroga ella con extremo tacto.

—...Sí...lo sé perfectamente bien, lo sentí --contesta entre dientes.

—Sé lo que pasó, sé de sus mentiras y amenazas. Sé que quiere hacerte daño y por eso he venido.

—¿Cómo supiste eso?

—Mi amor, eso no importa, en donde estoy conozco y sé muchas cosas. Sé que te costó mucho reponerte de mi partida. Sé que me has buscado en tus oraciones, que me has pedido muchas cosas, muchos consejos. Y crees que no te he respondido, incluso que te he olvidado. Pero lo que tú no sabes es que cuando hay un lazo de amor, la forma en que tú extrañas es la misma forma en que te extrañan. No creas que sólo a una parte le duele la distancia. No importa si el motivo de la separación fue coraje, incomprensión, duda o muerte: se te extraña tanto como tú extrañas. !La distancia une tanto como el amor!

—Es que al hablarte sólo hay silencio junto a mi voz. Jamás he escuchado ni un “sí” ni un ``no''. Silencio, sólo un maldito y absoluto silencio cuando termino de hablar.

—No vas a recibir respuestas visibles de un mundo invisible. Pero créeme, todo lo que dices es escuchado. Créeme, existe Dios.

Kaleb se sorprende y no contiene su pregunta:

—¿Tú lo has visto?

—Confía en mí, Él existe --es su respuesta, acompañada de un gesto que suplicaba a su acompañante no preguntar más.

Entonces Merali vuelve a retomar el tema, mientras Kaleb desilusionado da otro trago a su aún humeante café.

—Por favor, no hagas ninguna pregunta sobre lo que te voy a decir - advierte ella—. Me fui porque tenía que irme, las razones son tan sabias que rebasan el entendimiento. El hombre que te visitó tuvo algo que ver, pero la decisión final no fue suya, te lo repito una vez más, “hay un Dios”, y todo lo que es y existe tiene una razón: una razón de Amor —dijo esto último con enfático acento.

Kaleb intentó decir algo, pero ella no se lo permitió, simplemente siguió adelante:

—Y como ya te lo dije, vine porque te amo. Han pasado muchas cosas en tu vida y sin tú saberlo, te he acompañado, sólo que esta vez te amenaza un gran peligro y yo debía advertirte, debía estar contigo.

—¿Te refieres a...?

—Sí, a que lo retaste y créeme, no sabes contra quién luchas. Hacer lo que hice, venir de donde vengo y presentarme ante ti de esta forma es casi tan difícil como el que tú cruces el umbral que nos separa para desearme buenas noches y regreses a tu mundo —dice y suspira--. Es inevitable tu encuentro con él y será muy duro para ti superar esa prueba. Únicamente vine a decirte que confiamos en ti...

—¿Quiénes?

—Todos los que te amamos... pero escúchame, él no puede tocar tu cuerpo así es que atormentará tu espíritu, tu mente y tus sentimientos. Recuerda y ten siempre presente aquello que para él representa una amenaza y por lo cual te buscó para atacarte.

—Pero es que no entiendo...

—Cuando te enfrentes a él dudarás de muchas cosas, pero por favor no dudes del don que Dios te dio.

—¿Cuál don? --preguntó extrañado.

Ella lo observa, le sonríe y con voz muy baja le contesta:

—Tú sabes cual. Tú sabes muy bien cual.

Él prefiere no forzarla y no se atreve a preguntar más.

—Viene un tiempo muy difícil para ti mi amor, debes ser muy fuerte.

Kaleb le toma la mano y besa su dorso. Luego acaricia su propia mejilla en la palma de aquella suave mano. Años que parecían siglos habían pasado sin que su rostro sintiera aquel calor tan propio de la mujer que amaba. Él quería dormir entre sus manos y cerraba los ojos como deseando morir, para vivir por siempre en aquel sueño real.

—Mi amor... --dice ella después de unos minutos.

—Mi amor --él no responde.

—Mi amor --por fin él voltea a verla pero no contesta, se encuentra absorto, comenzaba a dormirse.

—Mi amor, me tengo que ir.

Ella se pone de pie pero él no la suelta.

—No, no te vayas --suplica.

Kaleb se aferra a su mano, no quiere soltarla... no puede soltarla.

—Es necesario --ella le explica con voz lastimera.

Él comienza a llorar inconsolablemente en silencio y baña la mano de Merali de tibias lágrimas saladas. Entonces con la voz entrecortada le dice:

—Déjame, por favor, déjame.

—¿Que te deje qué?

—Déjame, porque me llevas contigo y al irte me dejas solo de mí mismo. Déjame conmigo que aún no me quiero morir. No, si no estás tú conmigo.

Merali se enterneció al escuchar tan emotiva súplica y sus ojos parecían humedecerse, pero sus lágrimas se contenían. Alrededor de ellos muchas personas departían en sus mesas. Rostros ajenos, diferentes historias, diferentes mundos y realidades. Cada cual viviendo su instantánea vida a su manera y cada cual ajeno también al mundo de los demás. Sólo un joven de una mesa vecina vio aquella escena triste. Él también se encontraba acompañado de una muchacha de ojos color azul agua. Sobre su mesa se esparcían fotografías, hojas y un libro de portada colorida. Cuando vio a Kaleb inclinado con la mano de Merali en el rostro, él le hablaba a la muchacha de su mesa con aparente emoción, como intentando convencerla de algo. Pero se sorprendió al ver los mismos ojos de su acompañante en los ojos de Merali y en lugar de seguir con su conversación, guardó silencio. La muchacha de los ojos azules volteó entonces a ver a Merali, pero aparentemente ella no reconoció su propia mirada en los ojos de aquella mujer que sostenía las lagrimas de su amado entre los dedos. La joven de ojos de agua siguió con su gesto serio y volvió a ver a su acompañante, quien recapacitó y retomó su profundo diálogo.

Ambas parejas siguieron en lo suyo. Los muchachos volvieron a las fotografías y a su conversación en la que sólo uno de ellos hablaba; mientras Kaleb y Merali en su soledad, “rodeados de gente” compartían una pena, la de la muerte, la de la despedida.

La lluvia que hacía media hora había cesado, arreciaba de nuevo contra la cúpula de cristal del restaurante. Kaleb lloraba y el cielo lloraba junto con él.

—No te vayas Merali, por favor, no me dejes, te necesito siempre, en todo momento. No me dejes, no me abandones para amar a Dios, te necesito más yo que él.

Ella lo observa piadosa, él se aferra a su mano. Merali vuelve a tomar asiento y le acaricia el cabello. Poco a poco Kaleb endereza la cabeza y comienza a verla de frente. Un rayo centelleó en el cielo y ambos voltearon hacia arriba, viendo el resplandor a través de la cúpula cristalina. La lluvia golpeaba los cristales y después del sobresalto ambos se ven a los ojos. Merali desvía la mirada y acaricia los pétalos del girasol del florero de la mesa y le dice a Kaleb con profundo sentimiento:

—¡Una flor alegre para un día triste!

Él esboza una sonrisa, pero es mucha y muy oscura la tristeza como para sonreír con gusto.

—No podré volver a vivir otra vez sin ti.

—Sí podrás mi amor, siempre estaré contigo.

—No, no estarás. Durante cuatro años no estuviste.

—Sí, sí lo estuve y estaré siempre a tu lado.

—¡No, no es cierto! --dice Kaleb forzando el aliento.

—Cuando la esperanza se diluya entre tus dedos; cuando se hayan agotado todas las fuerzas de tu cuerpo y de tu espíritu; cuando el cielo se venga abajo, las nubes se derrumben contra la tierra y en todo el universo reine la angustia y la tragedia: Yo, siempre estaré allí para salvarte.

Él reacciona:

—Tú, ... tú vas a estar...

—Siempre, te lo juro siempre... Jamás lo olvides.

Él guardó silencio, ya no quería ni podía hablar. Merali tomó el girasol del florero y lo puso entre las manos de Kaleb, luego dijo:

—Sonríe, ¡hubiera valido la pena venir hasta aquí sólo por verte sonreír!

Inevitablemente Kaleb sonrió. Hizo acopio de todas sus fuerzas y contuvo esta vez sus lágrimas, transformando ese intenso sentimiento de tristeza en una resplandeciente sonrisa. El último regalo quizá que tendría oportunidad de darle a la mujer que más amaba.

Ella se levanta, ya se despide:

—Sé feliz mi amor, sé feliz en tu matrimonio. Hazla feliz, haz por ella lo que por mí hubieras hecho. Piensa que en la medida que la hagas feliz, serás feliz tú también. Y si eres capaz de darle lo mejor de ti, entonces demostrarás ser siempre el hombre que yo he amado.

Merali le da un cálido beso en la frente que hace estremecer cada célula de su cuerpo. Todo él recibe esa onda cálida, amorosa. Finalmente ella le da la espalda y se pierde entre las columnas, las mesas y las sombras, desapareciendo al fin en un pasillo de luz ámbar, de luz triste.

Kaleb sale de su trance y su primera reacción es ir tras ella. Rápidamente sortea mesas y comensales hasta llegar al pasillo por donde desapareció Merali, pero al llegar a él, el supuesto pasillo no era más que un “callejón” en cuya pared descansaba un cuadro de marco dorado con algo escrito e iluminado con aquella luz triste, aquella luz ámbar. En el lienzo estaba grabado un escrito con garigoleada letra. Éste decía:

“Señor, yo te ofrezco mi dolor. Es todo lo que ya puedo ofrecerte. Tú me diste un amor, un sólo amor, un gran amor. ¡Me lo robó la muerte y no me queda más que mi dolor! Acéptalo Señor, que es todo lo que ya puedo ofrecerte”.

Amado Nervo.

Al leer esos versos sus dientes rechinaron, sus nudillos crujieron. Sintió la sangre correr por su cara e inflamar sus venas. Había en su rostro una inmensa furia. En un ataque de rabia cerró sus puños dispuesto a desbaratar a golpes el cristal y el marco de aquel poema.

Al apretar sus puños y un instante antes de arremeter a golpes contra el cristal, reparó en sus manos y fue entonces cuando vio entre sus dedos los pétalos desgarrados del girasol acribillado por su furia. La misma flor que antes de despedirse y con una sonrisa, sembró entre sus manos la mujer que amaba. Y en lugar de destruir el cuadro, besó con dolorosa pena al girasol asesinado. Todo fue un arranque, todo fue un instante y entonces cayó de rodillas. Se derrumbó frente al poema y con el girasol entre sus labios se dejó caer llorando con la misma fuerza, impotencia y desesperanza como lo hizo años atrás al recibir la noticia de que la mujer que más amaba en el mundo, se había ido para siempre. Lloró como si la perdiera por primera vez, como cuando supo que no la volvería a ver.

Lloraba y lloraba sin importar que lo vieran o criticaran. La gente a su alrededor dejó lo que hacía para verlo a él. Algunos con mirada morbosa, otros con sorpresa o espanto y otros más con piedad. Toda la gente guardó silencio, las tazas, cubiertos y platos dejaron de hacer ruido; la música calló también y parecía como si el humo de los cigarrillos se detuviera en el aire, para no profanar el duelo de aquel triste llanto. Todo el lugar, todos los rincones, oídos y corazones se llenaron de aquel triste y fuerte llanto.

El muchacho de los papeles y las fotografías se levantó de su silla. Volteo a ver a la joven que estaba en su mesa, como preguntándole con la mirada qué hacer. Ella no pronunció palabra alguna, lo veía rápidamente a él y luego a Kaleb, estaba igualmente confundida. El muchacho quiso acercarse al derrumbado hombre para ayudarlo a levantarse, pero al dar un paso hacia él, un par de meseros se adelantaron en reaccionar y dejando sus charolas se acercaron para ponerlo de pie y preguntarle qué ocurría. La muchacha de los ojos azules tomó el brazo de su acompañante y con un ligero movimiento de cabeza le pidió que no se acercara; temía que aquel hombre reaccionara violentamente. Los empleados del restaurante al fin pusieron de pie a Kaleb, pero ninguno de ellos se atrevió a cuestionar la causa de su pena. Pensaron que quizá estaba ebrio y en una nerviosa reacción lo acompañaron a la puerta de salida, sin preocuparse siquiera si había o no pagado su cuenta.

Kaleb abandonó el lugar y en las paredes del Faro sin Luz sólo quedó una mesa vacía con un florero vacío y dos tazas vacías, incluso aquella de la cual Merali jamás bebió. Como testigos: una mesa desierta, un mantel salpicado de lágrimas y un par de sillas vacías cuyos ocupantes jamás volverían a usar...


IV

A los quince minutos llegó a su casa sin darse cuenta cómo. Por instinto abrió la puerta, por instinto condujo. Pero esta vez al entrar a la cochera ya no habían imágenes ni alucinaciones demoníacas, todo estaba en su lugar, todo estaba sereno. Se recostó en la cama, toda su mente era un torbellino de ideas y emociones, nada tenía razón, lógica, ni sentido. De pronto entre tantas imágenes, una idea se cristalizó: ¡Angélica! Inmediatamente se puso de pie y revisó su máquina contestadora, encontrando varios mensajes: amigos, familiares, el sastre y Angélica quien le avisó en una llamada de larga distancia que llegaría a las siete de la tarde al aeropuerto.

Kaleb vio el reloj: cinco con quince. Tenía que apresurarse a recoger los anillos y a probarse el tuxedo, el tiempo ya lo tenía encima.

Conduciendo como desquiciado entre calles y avenidas cumplió con todos sus pendientes y alcanzó a llegar al aeropuerto a las siete con diez. La gente comenzaba a bajar del avión y al fin en la negrura del túnel de salida, se vislumbró una rubia cabellera que se movía con evidente premura.

—¡Bebé! --grita ella.

—¡Angélica! --contesta él.

Ella lo abraza y besa con fuerza y antes de que él pudiera preguntarle sobre su viaje, la muchacha lo jala de la mano y le dice:

—Córrele, vamos a recoger mi equipaje que en una hora y media tenemos que estar en la iglesia.

Hecho todo a la carrera: mal hecho. A las ocho cuarenta sonó la marcha nupcial. Kaleb suplió un botón faltante de la manga de su saco con un seguro dorado y Angélica llegó hasta el altar hermosa en su vestido blanco, pero caminaba con la punta del pie derecho para no hacer notar un tacón roto que quebró al momento de bajar de la limusina.

Cuando el sacerdote le preguntó a Kaleb si juraba amarla y respetarla por siempre y estar con ella en las buenas y en las malas, así como en la salud y en la enfermedad, su pensamiento se turbó y en su mente se fraguó la imagen de Merali. Así que después de titubear, recordó lo que ella le había dicho: “si eres capaz de darle lo mejor de ti, entonces demostrarás ser siempre el hombre que yo he amado”. Y al recordar esto, por reflejo dijo:

—¡Sí, acepto!

La ceremonia terminó, el arroz voló por los cielos y sobraron besos y abrazos de todo tipo de gente: amigos, familiares, vecinos, parientes lejanos que lo único que tienen de parentesco es lo lejano y decenas de desconocidos que desean salud y dicha de los dientes para afuera sólo por compromiso.

Hubo un poco de convivencia después de la ceremonia. Se partió el pastel y se les entregaron regalos a los novios. Todo se siguió haciendo con cierta prisa, pues el nuevo matrimonio tenía que tomar a las dos de la madrugada un avión que los llevaría a una alejada costa en donde pasarían su luna de miel.

Con sus pros y sus contras la reunión y el festejo fueron buenos. Angélica se veía radiante de alegría y Kaleb... al menos contento. Ocultaba tras su sonrisa un secreto y un vacío que a nadie contaría y que nadie llenaría. Era sin lugar a dudas un hombre afortunado pues acababa de comprometerse de por vida a una mujer maravillosa. Él de vez en vez la abrazaba y besaba. Se refugiaba en ella de sí mismo.

Agotados hasta el alma, la pareja registraba sus maletas a la una con cuarenta de la madrugada. Veinte minutos más tarde, después de despedirse de sus amigos y familiares más cercanos, ya abordaban el avión. Ambos tomaron sus lugares y haciendo algunos comentarios triviales, después de que el avión despegó y su vuelo fue estable, los recién casados reclinaron sus asientos y durmieron profundamente con sus manos entrelazadas.


V

Parecía amanecer cuando Kaleb caminaba en medio de una frondosa selva tropical llena de riachuelos, inmensos árboles de copas pletóricas de verdor, murmullos de aves y animales que parecían platicar con el viento y la aurora. Se respiraba allí un aire puro. Se contemplaba un cielo pesado de estrellas. La luna blanca e inmensa, iluminaba los pasos del humano intruso en la bendita tierra de la vida.

Kaleb, maravillado por aquel paraíso esmeralda, dejó de caminar y se sentó sobre una roca para poder escuchar con calma lo que se decían las ranas y los grillos, en su habitual alegato filosófico sobre el sentido de la vida. Sus ojos descansaban en el reflejo cristalino del agua, cuando aquella visión fue distraída por un punto de luz intensa que emergió de entre el mar de estrellas en el cielo.

En la cabina de controles el capitán hace una mueca y dice a su copiloto:

—El reporte meteorológico no reportaba esto.

Una tormenta eléctrica se vislumbraba frente a ellos.

—Podríamos rodearla --contesta el primer oficial.

—No, ya la tenemos encima. Tendremos que intentar ganar altura y sobrevolarla.

El punto luminoso en el cielo tenía una tonalidad entre amarilla y anaranjada. Atravesaba las estrellas en línea recta y hacia abajo. Parecía el condimento que le hacía falta a aquel cielo para ser perfecto, el toque fantástico de una estrella fugaz.

—Capitán, no puedo elevarlo... no, no puedo.

La estrella fugaz se hacía cada vez más visible y su luz más intensa.

—Los controles no responden --dice el capitán.

—Señor, el segundo motor izquierdo se detuvo.

—Que les avisen a los pasajeros de la tormenta y que se abrochen el cinturón —ordena el capitán a una azafata.

—Sí señor.

—Ah, y por favor no los alarme. Dígales que sólo es una turbulencia y pídales que tengan calma. No quiero gente histérica.

El cometa luminoso se acerca a la tierra. Kaleb sabe que va a caer, por eso se pone de pie e intenta vislumbrar el lugar en que caerá, para así recoger al menos un fragmento de ella.

Los relámpagos acariciaban el fuselaje y las alas del avión, como jugando con su destino, mientras la tormenta hacía su parte impidiéndole ganar altura.

—¡Señor, el horizonte se desniveló, vamos a girar!

—Señoras y señores, su atención por favor --anunciaba la aeromoza por el altavoz, de pie frente a la cabina—. Debido a las condiciones... - e impidiéndole terminar de hablar, el avión se inclinó bruscamente hacia la derecha, haciéndola caer sobre las piernas de un pasajero.

Las mujeres comenzaron a gritar y los hombres se sujetaron fuertemente a sus asientos. Las luces parpadearon y se encendieron inmediatamente los señalamientos de los cinturones de seguridad. Debido al escándalo, Angélica entreabrió los ojos y lo primero que escuchó al despertar fue la voz de una sobrecargo que gritaba:

—¡Abrochen sus cinturones! ¡Manténganse en sus lugares!

La estrella rozó los árboles y se perdió en el horizonte. Un instante después la oscuridad desapareció y aquel paraíso se iluminó de diversos matices, tantos como los de una aurora boreal.

Kaleb emocionado corría y corría para recoger su estrella.

—Torre de control, torre de control... aquí avión comercial... torre, may-day, may-day, torre... ¡La torre no contesta, no sirven los sistemas!

—Trataré de estabilizarlo manualmente. Tú intenta poner los motores restantes a su máxima potencia —ordenó el capitán.

Corriendo sin ver siquiera el suelo, Kaleb se acerca al lugar de la luz... está ya muy cerca.

Angélica termina de despertarse y en lugar de abrocharse el cinturón de seguridad, su primera reacción es abrazarse a Kaleb. Pero antes de poder asirse a su esposo, el avión se sacudió lanzándola al suelo.

Una vez más la gente gritaba y rezaba en voz alta, confundiéndose sus gritos y sus oraciones con el rugir del viento, los truenos y los motores.

Ya está Kaleb tras unos matorrales dispuesto a atravesarlos para ver su estrella...

—¡El avión va en picada señor!

—¡Ya lo sé, sigue intentando! --contesta furioso el capitán.

Kaleb sortea los matorrales y al fin ve el escenario... su estrella mágica no era más que un horrendo espectáculo de fuego y sangre. Su sueño maravilloso se convirtió en una horrenda visión. Impresionado camina entre serpientes de humo y fierros retorcidos. Se hallaba en el centro de una tragedia, rodeado de gente desmembrada sobre charcos de aceite y sangre.

Un par de mujeres se desmayaron y por la fuerza de la caída todos los pasajeros experimentaban una fuerte presión en la boca del estómago, haciendo sentir a varios la necesidad de vomitar. Mientras tanto, Angélica intentaba gatear hasta su asiento; llena de miedo, a media luz, únicamente contemplaba a un Kaleb tranquilo, sereno con la cabeza sobre el cristal como intentando ver el paisaje.

Él camina vacilante tropezando con pedazos de cuerpos calcinados y cuajados en sangre. De pronto escucha un ruido, un lastimero gemido de angustia y dolor. A la distancia, entre humo y llamaradas se alcanza a distinguir una silueta sentada sobre una enorme masa de hierro.

Todos se sujetan de algo, a sus cinturones, a sus asientos, a sus bolsos, a sus seres queridos, a su fe, e incluso a las manos de algunos desconocidos con quienes comparten la tragedia. El cuerpo del avión se queja, comienza a crujir víctima de la presión, mientras los oficiales y sobrecargos no cesan de luchar contra lo inevitable.

Corriendo —casi a saltos--, Kaleb se acerca a aquella silueta. Al tenerla suficientemente cerca, su alma abandona su cuerpo. Sobre un montón de fierros desgajados está sentado el protagonista de sus más oscuras pesadillas: el hombre barbado, el hombre de negro con mirada de fuego. Y bajo la pila de fierros, atrapada entre filosas láminas y varillas, se encontraba Angélica, ahogada en un charco de sangre y apenas con aliento para seguirse quejando.

El hombre de negro disfruta el horizonte de muerte que se alza a sus pies y fuma un cigarrillo. Kaleb está como perdido. El otro hombre se deleita viendo su rostro consternado y escuchando los débiles lamentos de la muchacha bajo la mole de metal, sobre la que él descansa.

Los segundos se antojan eternos y el rugir de los forzados motores se ha vuelto sordo. Los agotados pilotos luchan menos y se encomiendan más a Dios.

El hombre del cigarrillo sonríe con insaciable placer. Pasa su mano izquierda tras su espalda y toma algo... se lo enseña a Kaleb. Es una enorme roca, que estirando el brazo levanta al nivel de su cabeza y en línea recta hacia el suelo. Bajo la piedra, la muchacha se aferra a la vida. El hombre le muestra la piedra a Kaleb. No deja de sonreírle. Observa la piedra, observa a Kaleb y por último a Angélica. Fue entonces cuando Kaleb dedujo sus monstruosos planes. El verdugo ahora deja de sonreír y estalla en una potente carcajada al notar que su espectador descubría sus planes. Dice entonces:

—Te lo dije, prometí que también te la quitaría --y suelta la enorme roca sobre el rostro ensangrentado de la rubia.

Todos los motores del avión enmudecieron. El avión se desploma... la piedra caía. Todo fue silencio, incluso los poderosos y amenazadores truenos dejaron de resonar. Sólo la azul luz de los relámpagos resplandecía sobre la angustia que devoraba a los pasajeros.

La roca caía y caía con insoportable lentitud en su instantánea ráfaga. Kaleb no reacciona y el bólido no detiene su mortal travesía.

Sólo un segundo después de haberse apagado los motores, el avión estuvo estático entre la lluvia, las nubes y el viento. Luego se apresuró a la profundidad del vacío. La nave de hierro se precipitó como roca al abismo.

Kaleb entró en sí y se lanzó estirando cada músculo de su cuerpo intentando detener la roca entre sus dedos...

El avión veía de frente las montañas. El silencio ha quedado arriba; todo son alaridos de terror.

Sus yemas rozan la áspera superficie del guijarro, ya casi la tiene, ya casi es de él.

El avión observa el suelo; y los pilotos, el mañana que nunca verán.

La piedra es demasiado pesada, sus dedos demasiado débiles para contenerla. Lo inevitable resuma entre sus dedos, la roca se le escapa de las manos y luego...

—¡¡¡No!!! --gritaron sus labios, su espíritu y su corazón al unísono.

Sus ojos abiertos se “abrieron”, su mente despertó del limbo y cuatro turbinas estallaron en gruñidos metálicos bajo las alas del avión.

—¡Angélica! --fue ella lo primero que vio al abrir los ojos y se tiró sobre ella, abrazándola con su fuerza protectora; la escondió entre sus brazos y no permitió que nada la lastimara.

El horizonte de los controles comenzó a nivelarse y las luces despertaron de su sueño. El capitán tomó el mando y con todas sus fuerzas obligó a aquella inmensa águila de acero a recuperar su vuelo.

—Mi amor --decía con lágrimas ella.

—¿Estás bien? --preguntaba él angustiado.

Lo inexplicable, todos los sistemas funcionaban y todo el equipo luchaba con uñas, lágrimas y dientes para estabilizar la nave. Poco a poco renacía la esperanza, un metro más, un centímetro más, un milímetro más, al menos un instante más hacia arriba. Los motores se quejaban, los hombres no descansaban. A Kaleb no le importaba que el avión se estrellase, pues ella estaba ya protegida entre sus brazos.

Un milagro: el horizonte se nivela y el ahora poderoso monstruo de metal emprende su despegue hacia las nubes. La lluvia ha quedado atrás, las nubes se desvanecieron. Hay calma en el mar del cielo.

Ya vuelan en línea recta y Kaleb y Angélica comienzan a ponerse de pie, mientras en las bocinas la voz del capitán rompe la tensión:

—Este es su capitán hablando, para informarles que hemos dejado atrás el mal tiempo. Y para pedirles también que se mantengan en sus lugares. En un momento nuestro equipo médico pasará con ustedes para atenderles si así lo requieren.

El capitán hace una larga pausa y se anima a decir:

—¡Parece que Dios es nuestro pasajero... gracias!

Algunas personas hacen caso omiso a las palabras del capitán y se levantan, aplauden y se abrazan. Algunos otros lloran pero aún así sonríen. Pese a que todos los controles, motores y sistemas del avión funcionaban perfectamente, el capitán decidió reportar lo sucedido a la torre de control y la recomendación fue aterrizar en el aeropuerto de una ciudad que se encontraba en su ruta.

Aterrizaron pues y los pasajeros fueron hospedados en un hotel de cuatro estrellas. Ciertos pasajeros serían enviados a su destino por avión al siguiente día y a otros más les sería reembolsado su dinero, si es que no querían volver a viajar por aire. Kaleb y Angélica aceptaron el hospedaje y el boleto para el siguiente vuelo. Ambos habían recibido un gran susto pero se encontraban perfectamente sanos. Kaleb más que asustado, estaba preocupado por aquel sueño. Comenzaba a tenerle miedo a la noche, miedo a dormir. Decidió no decirle nada a su esposa y no obstante su nerviosismo, el cansancio fue más fuerte y ambos cayeron profundamente dormidos sobre la colcha de la cama sin destenderla siquiera. Su noche de bodas la pasaron dormidos sobre un blanco edredón con las manos entrelazadas.


VI

Poco duró el profundo sueño de la pareja, pues muy de mañana junto a la ventana de su habitación, en una pequeña plaza se organizaba un mitin de inconformes trabajadores. A través de inmensas bocinas, un hombre dirigía el acto casi a gritos y a su vez, los gritos de apoyo y aplausos del publico, retumbaban en las paredes del hotel.

Algo molestos se levantaron y resignados a su mala suerte, ordenaron su desayuno. El servicio al cuarto llegó media hora después y el vasto desayuno estuvo salpicado de comentarios sobre lo ocurrido la noche anterior. Cuando Kaleb se llevaba la comida a la boca, se quejaba del escándalo en la plaza. A lo que Angélica replicó:

—¡Pero lo bueno es que estamos aquí para escucharlo!

Unos bocados después Kaleb responde con solemnidad:

—Sí, tienes razón. Qué bueno que volvió a amanecer.

Acomodaron su equipaje, se bañaron, se cambiaron de ropa y cuando se disponían a abandonar el hotel, se escucharon por la ventana de la habitación varias sirenas de patrulla que intentaban tranquilizar a la multitud que por algún motivo se escuchaba enardecida. Kaleb llamó a un taxi para que los recogiera por la parte trasera del edificio y dos horas más tarde abordaban ya un nuevo y confortable avión aunque con un poco de justificado temor; pero el viaje fue tranquilo y tras dos horas de reconfortante sueño, arribaban finalmente al lugar en que pasarían su tan ansiada luna de miel. De repente notaba Angélica cierta angustia en los gestos y en el andar de su cónyuge, pero quería entender que aquello era producto de los minutos de desesperación que vivieron juntos o quizá también por la nueva vida que iniciaba y las nuevas responsabilidades que esto exigía. Una vida ya no individualista sino más virtuosa: en pareja. Comenzar a pensar en otro antes que en sí mismo. Ella lo comprendía, ella lo justificaba, ella lo amaba y él sin decir nada se protegía en ella... la abrazaba.

El sol estaba en el cenit, el día y la diversión apenas comenzaban. Después de acomodarse en su nuevo hotel salieron a las calles de esa hermosa y alegre ciudad costera. La luna de miel iniciaba y el día radiaba de luz. La dicha se hacía presente, estaban juntos y felices. Kaleb recordaba su sueño y no podía imaginar el seguir viviendo después de perder también a Angélica. La dicha plena del ser humano es amar y ser amado. En el caso de Kaleb era querer y ser amado. Pero se aferraba a ella, intentaba ver en su esposa a “Angélica” y no al recuerdo de Merali. Por eso la besaba, la tomaba de la mano y cargándola en sus brazos corría con ella como loco sobre la arena y el malecón de la playa. Él sin duda se sentía afortunado de tenerla, de llamar a una mujer tan magnífica “su esposa”. Él la quería, no había duda, ¡pero él quería más que quererla, se obligaba a amarla! Y en silencio, sólo en silencio se preguntaba: ¿acaso en esta vida sólo es posible amar una vez... amar a un solo ser?

A medio día se embarcaron en un crucero que los llevó a una pequeña isla cercana a la costa, en donde tomaron un tour y disfrutaron de la belleza paradisíaca de ese minúsculo puñado de tierra que emergía de en medio del mar. Por la tarde comieron mariscos bastamente, degustaron las bebidas más exóticas y de los más extraños colores y sabores. Los diferentes platillos hicieron un desfile frente a su mesa coqueteándole a sus paladares. Al final un postre a base de frutas tropicales almibaradas fue el cierre de tan exquisito banquete. Después la música rompió el silencio. Todo fue risa, baile y alegría. Los cuerpos se movían y las almas se liberaban. Kaleb y Angélica giraban y giraban, se abrazaban, se unían y luego se liberaban. En ese lugar no había penas ni dolores, todo se vivía en un instante de júbilo y de dicha.

Así siguió el día, bello, alegre, sereno en ocasiones pero siempre lleno de gozo. La luna de miel prometía ser realmente dulce. Al atardecer ambos caminaron descalzos sobre la tibia arena de la playa. Se detuvieron y se dedicaron a observar el horizonte. Ella de espaldas a él y él abrazándola. En el fondo, como ahogándose en el mar, el sol se sumergía y el cielo se volvía cada vez más rojo. Las nubes se vestían de tonos anaranjados, rosas, violetas y azules. Todo el escenario era un cuadro que bien merecía ser fotografiado y enmarcado en oro. El mar, el cielo, el sol y la dorada estela que encaminaba al astro rey sobre el mar, eran una verdadera obra maestra pintada sobre el lienzo del viento por un artista extraordinario de gustos exquisitos, un pintor, un poeta, un arquitecto, un soñador fantástico: un genio al que sólo se le puede llamar Dios.

La pareja está sola frente al mar. Se encuentra embebida por el atardecer.

—Esta mañana no me dio mucho gusto ver el sol, en cambio ahora me llena tanto verlo partir... bueno, es que en sí por las mañanas nunca es tan bello como lo es por las tardes. Envejece, madura o a lo mejor se perfecciona, quién sabe. Pero definitivamente eso, sea lo que sea, le sienta muy bien —le dice Kaleb al oído.

En ese instante recordó un día en que también observaba un atardecer en las montañas junto a Merali y una lágrima se asomó bajo su párpado, pero la contuvo. Olvidó el recuerdo y abrazó más fuerte a su mujer. Angélica se siente cobijada, protegida por el hombre que ama y le contesta sin saber lo que en su mente él revivía:

—Algo nos quiso decir Dios al hacer más bello el ocaso que el amanecer. ¡Quizá así sea la muerte comparada con la vida!

Al escuchar esto, a Kaleb se le erizó la piel y el alma, pensó en Merali, recordó su llanto pero no dijo nada. La muchacha sintió una gota de agua golpear su hombro. Volteó y vio a su esposo llorando en silencio, mordiéndose los labios. Ella le cubre la cara con sus manos.

—¿Por qué lloras?

Él le miente, le dice media verdad:

—Es que aunque así sea, yo jamás quiero perderte y ayer te pude haber perdido —suspira y continúa--. Si algún día tuviera que decidir entre mi vida y la tuya...

—¡Escoge la tuya por favor! --lo interrumpe ella.

—No...

—¡Sí! No seas egoísta. Preferirías morir porque tú te liberarías del dolor muriendo y en cambio yo me quedaría llorando tu partida, que es un dolor más fuerte y profundo que la misma muerte. Prefieres entonces morir para salvar mi vida, pero no sufrir por mi muerte, ¿verdad? ¿Entonces, ese dolor tan intenso prefieres que yo lo sufra?

Kaleb se queda sin palabras, su llanto se corta. Reflexiona lo que Angélica le reclama y por su propia experiencia no puede negar que ella tiene razón. “¿Acaso soy en verdad tan egoísta?” —se pregunta a sí mismo.

—¿Entonces qué preferirías? --insiste ella.

—¿Primero dime tú?

Ella sin vacilar contesta:

—¡Que mueras tú! Te quiero mucho como para abandonarte y dejarte con esa pena. ¿Y tú?

—No me preguntes.

—¿Y tú? --nuevamente insiste.

Entonces él la abraza con brusquedad, con fuerza y cariño.

—¡¡¡Qué muera la muerte!!!

Oscureció y las luces del yate se acercaron al muelle. Las gaviotas dejaron de sobrevolar la playa. Los pescadores atan ya sus lanchas y el murmullo de la costa comenzó a guardar silencio. Los pasajeros desembarcan satisfechos de todo cuanto vieron e hicieron. De dos en dos se van perdiendo entre las farolas hacia sus refugios privados. Kaleb y su esposa no tienen prisa, no le hacen la parada a ningún transporte, caminan lentamente hacia su hotel, quieren estar juntos, caminar juntos, esta noche dormir juntos. El deseo está presente. Sólo las calles son testigos de su cariño y las sombras en complicidad guardan su secreto.


VII

Venían jugando en las escaleras y al abrir la puerta de su alcoba, él la lleva cargada en sus brazos. La dejó caer con suavidad sobre la cama y luego se lanzó sobre ella haciéndole cosquillas en el cuello y abdomen. Se desató una guerra de carcajadas, caricias, besos y forcejeos. Ambos se revolcaban de alegría sobre la colcha, hasta que el terreno de combate fue demasiado pequeño para tan impetuosa batalla y los dos en un brusco giro cayeron de la cama. Se abrazaron entonces, dejaron de forcejear y de improvisto reinó una absoluta calma en la habitación. Ninguno gesticula palabra alguna, únicamente se ven a los ojos, ambos saben lo que esa noche habrá de pasar, pero ninguno se atreve a dar el primer paso. Hay en el aire un aroma diferente, delicioso, un sabor que ambos quieren degustar.

Kaleb se pone de pie y le extiende la mano a Angélica para ayudarle a levantarse. Él besa su frente y ella dice:

—Mi amor, ya me voy a cambiar para dormirme.

Él no contesta, simplemente esboza una sonrisa y asienta con la cabeza. La puerta del baño se cierra tras Angélica y él espera sentado sobre la cama.

Un par de minutos después él reacciona y se cambia también de ropa, poniéndose sólo unos shorts para dormir. Se mete en la cama y allí entre aquellas suaves cobijas Ella vuelve a aparecer, Ella la de siempre, Ella la que no se olvida, Ella la dolorosamente única: Merali. La recuerda e imagina una noche semejante a ésta que con Ella nunca vivió. Una sensación fría recorre su esternón y exhala sin hacer ruido, como convirtiendo en suspiro una lágrima. El dolor después de tantos años sigue tan vivo como el primer día. Recordar un momento de alegría a su lado es “nostalgia”, recordar un momento de dolor es ``el mismo dolor”.

La puerta del baño se abre y la luz que entra le da directo en el rostro, sacándolo de sus pensamientos. Una hermosa visión eclipsa el resplandor. La silueta de una mujer bellísima en una bata de satín, soberbia se acerca a él. Se detiene aquel ángel a un lado de la cama y él nervioso, no sabe si ponerse de pie, recostarse o esconderse bajo las cobijas. Tímida le sonríe y se sonroja. Él sabe lo que debe hacer, sólo que sus manos tiemblan. No se atreve a tocarla, después de todo ¿quién es él para merecer tan alto honor? —se reclama a sus adentros.

Se endereza, le toma las manos y las besa; se acaricia con ellas la cara. Sabe bien que no puede pasar así toda la noche, entonces le suelta las manos y acaricia con mucho cuidado su cuello, como quien acaricia una hoja de papel arroz con miedo de arrugarla. Va bajando sus manos sobre su pecho y allí se detiene. Ella le toma las muñecas como ofreciéndole auxilio y al mismo tiempo lo aprieta como pidiéndole ayuda. Y es que los dos sienten lo mismo, el mismo deseo, la misma impaciencia y el mismo temor.

Él se atreve, se aventura y en un parpadeo desata el nudo de la bata que envuelve aquel exquisito cuerpo con aroma a virgen. Ese cuerpo de ángel con sabor a carne queda al descubierto... únicamente la blanca ropa íntima envuelve los secretos de su busto y su cadera. La bata cae y ella se estremece. Él la observa paralizado. Su busto tibio se dibuja bajo el corpiño y su exceso se desborda pálido y blando sobre el escote. Es la primera vez que ella se sabe vista de esa manera y es también la primera vez que él se deleita con ella de ese modo.

Kaleb toma entre sus dedos el tirante del corpiño y siente entre sus yemas como tiembla ella. Asimismo él se estremece, se siente también desnudo frente a esa hermosa mujer. Lo piensa unos largos segundos y decide no atreverse a bajar el tirante sobre su hombro, al contrario, lo suelta. Angélica se confunde y se avergüenza, teme que por miedo él la rechace. Pero su esposo no quiere renunciar, es sólo que en lugar de liberarla de sus ropas, la toma de los brazos y la invita a cobijarse junto a él. Los dos se desaparecen bajo el cobertor. Ella le da la espalda y él la abraza. Acaricia sus brazos, sus mejillas, su cabello, sus párpados, sus labios y comienza a arrullarse con la melodía de su respiración. Ya no se mueven, todo está quieto. Se adormecen, se sienten cuerpo a cuerpo, se envuelven entre las sábanas y el calor de su piel.


VIII

Bajo las cobijas el mundo se oscurece y la mente vuela. Kaleb ve un cielo violáceo y apretado de todo tipo de nubes: cirros, cúmulos, nimbos y estratos. Sus pies descansan sobre la cúspide de una montaña rodeada de escarpadas salientes de tierra roja. Del lado derecho, una pared de filosas rocas y del lado izquierdo un abismo tan profundo, que las más altas montañas parecían pequeñas piedras sobre la arena vistas desde el filo del precipicio. Una profundidad oscura, fría e insaciable.

Y allí estaba Kaleb, vestido de blanco y rodeado de desconocidos, uniformados igual que él. Unos a otros se veían como preguntando con los ojos el motivo de su reunión. Eran personas de rostros serenos y confiables. Algunos de ellos bastante jóvenes y otros maduros, sin llegar a la edad senil. Eran en total cuarenta personas fuertes, tranquilas y saludables, pero todos extrañados de encontrarse juntos y en tan agreste paisaje.

Se observaban los unos a los otros con cierta timidez. Ninguno se atreve a hablar con los demás. Cada cual analiza el lugar y a sus compañeros. Aunque no parecen personas de quienes se deba desconfiar, son desconocidos, y por ende es inteligente guardar ciertas reservas.

Un viento helado los sacude y distrae de sus cavilaciones. A la ráfaga de aire la acompaña una voz igualmente fría:

—¡Bienvenidos!

Todos los allí presentes reconocen la voz. Un escalofrío recorre sus cuerpos. Presienten peligro.

Sobre la punta de un peñasco que emergía del borde de la cima en la que el grupo de los cuarenta se encontraba, apareció una silueta oscura con una capa negra que lo cubría hasta los pies. Extiende el brazo derecho y despliega la capa descubriendo su figura entera. Luego levanta el rostro y sonríe... era el hombre de las alucinaciones de Kaleb y de todos los demás allí presentes. El hombre barbado, el hombre de negro, el arcángel del sufrimiento. Sus ojos destellan y el viento cesa. Señala al grupo de blanco con el índice y advierte:

—Todos ustedes --hace una larga pausa--, me desafiaron.

Cada uno en ese momento recordó su osadía, pero no con temor ni con arrepentimiento, sino con coraje y orgullo.

—¡Es tiempo pues --abundó el anfitrión--, de que demuestren lo que de su voluntad hablaron por su boca!

Ese hombre es bastante inteligente, un ser astuto y sagaz. Envolvió a sus adversarios en su juego, haciendo uso de palabras bíblicas. Kaleb instantáneamente recordó un momento de su niñez en que un religioso, maestro suyo en la primaria, lo amonestó severamente por no cumplir con cierta promesa que le había hecho a su madre, después de jurar en nombre de Dios que la cumpliría. El hermano religioso parafraseó en su indignación un versículo bíblico: “Guardarás lo que tus labios pronunciaren y harás como prometiste a Jehová tu Dios, lo que de tu voluntad hablaste por tu boca”. “¡Deuteronomio 23:23!'' —dijo el maestro con especial énfasis para reforzar su argumento—. Estas palabras e imágenes se revivieron en la memoria de Kaleb en fracciones de segundo y como reflejo alzó su voz sobre sus compañeros y dijo:

—¡Sí, te lo dijimos a ti, mas NO se lo prometimos a Dios!

Sus compañeros no sabían a qué se refería, pero el hombre sobre el guijarro lo entendió perfectamente. Sus dientes rechinaron y sus ojos se encendieron de rabia.

—¡Entonces en nombre de su Dios vénzanme! --retó encolerizado el ofendido monarca de las sombras.

La tierra comenzó a temblar y del cielo cayó un rayo que agrietó el suelo. Aquella zanja comenzó a separarse y de entre la tierra, cubiertos de polvo rojo, emergieron a rastras varias figuras humanoides que luego se erigieron y encararon al grupo de los cuarenta. Aquellos engendros monstruosos, eran los discípulos del hombre de negro. Algunos cambiaban de forma y tamaño, otros reflejaban en su rostro las caras de algunos de los hombres y mujeres de blanco. Había entre los demonios animales con múltiples cabezas, patas y colas; criaturas demoníacas que inspiraban pánico y repugnancia. Asimismo había entes de apariencia hermosa y radiantes de luz, que le sonreían al grupo como queriendo ganar su confianza. Pero aún cuando la confianza sea la mejor prueba de amor, es también la piedra angular de los más absolutos fracasos y desilusiones.

—Estos son mis hijos --dijo el enemigo del grupo--, pero también son sus siempre fieles compañeros en la vida: el miedo, la duda, los celos, la desconfianza, la ira, la lujuria, la soberbia, el desaliento, la soledad y todas aquellas emociones, pasiones y pesares que los han hecho infelices. Todos ustedes han sufrido, han llorado por algo que les ha arrancado el alma, por haberse aferrado a amar algo, a alguien o incluso a ustedes mismos...

El hombre calla, los deja razonar sus palabras, luego prosigue:

—No son y no han sido más que esclavos, juguetes del que llaman su Señor, “elegidos del llanto”, destinados a divertir al que les dio algo para después arrancárselos y gozarse con su sufrimiento. Y aún así lo defienden, y aún así lo llaman su Dios y aún así siguen con su vida y vuelven a amar algo que saben que pueden volver a perder. Porque en su vida, en su mundo, nada es eterno, ni siquiera las piedras, porque algún día el tiempo y el viento que las acarician también las devorarán.

Los cuarenta hombres y mujeres se veían unos a otros. Estaban confundidos, casi convencidos con los argumentos de aquel hombre. Todos ellos habían llorado y sufrido hasta lo más profundo de su ser por algún motivo importante en sus vidas, y siempre al levantar la cara al cielo, al rezar, al buscar respuestas o consuelo frente al pie de una cruz, lo único que escuchaban era el eco de su propia voz... no habían respuestas ni razones, tampoco consuelo; el dolor seguía siendo igualmente intenso. ¿Cuál era el motivo de tanto dolor, para qué tanto llanto?

En esta ocasión Kaleb no supo qué debatir, quedó absorto al igual que sus compañeros.

—De aquel lado --dijo el hombre señalando un peñasco al norte de la cumbre—, está una cueva. Allí dentro encontrarán las leyes que rigen en su mundo. Aquí fuera todo está a mi favor, es mi pesadilla y aquí yo soy “dios”. Pueden refugiarse en su mundo real al entrar en la cueva. Pero jamás me habrán vencido, pues despertarán al entrar en ella. De ser así yo los seguiré atormentando poco a poco a mi manera, lastimando lo que más aman hasta destruirlos a ustedes a través de aquello que tanto protegen. Si no me vencen, nunca se librarán de mí.

Las cuarenta personas de blanco escuchaban atentamente sin interrumpir.

—Aquellos que fracasen serán arrojados al abismo y jamás volverán a despertar. En ese momento morirán en su mundo.

Por último se escuchó un rugido ensordecedor y de la grieta abierta en la tierra, emergió un cuervo con enormes alas de fuego azul. Voló hasta la cúspide del cielo bajo las nubes y graznó estridentemente; lo cual fue como una señal para los monstruos y engendros de la cima de la montaña, que al escucharlo, atacaron con furia al grupo de los hombres de blanco.

Los demonios comenzaron a golpear, a lacerar y a herir severamente a los atrevidos retadores. Los gritos de dolor no se hicieron esperar. Un toro de ocho piernas y seis cuernos atravesó los cuerpos de dos hombres y una mujer en una sola embestida y aunque éstos no derramaron una sola gota de sangre, gritaban de pánico. La bestia sacudió su testuz y los tres compañeros de Kaleb volaron hacia las fauces del abismo. En aquel momento tres personas que dormían en algún lugar del mundo, fallecían sobre su lecho.

El cuervo volaba entre las nubes y al atravesar alguna, graznaba, entonces ésta se convertía en piedra, derrumbándose violentamente sobre la multitud que combatía en la punta de la montaña.

El ave negra de alas de fuego azul, grazna y a unos centímetros de la espalda de Kaleb un enorme monolito se estrella contra el suelo, desbaratándose en miles de pequeñas rocas que golpean a los guerreros de blanco, incluyéndolo a él. Viose entonces Kaleb boca abajo sobre la roja arena y al enderezarse sin saber aún lo que había ocurrido, ve en su cuerpo múltiples heridas que no sangran ni duelen. Voltea y ve a compañeros suyos gimiendo de dolor y cubriéndose con las manos las partes de sus cuerpos en donde las rocas los golpearon. Reflexivamente Kaleb descubrió que el dolor que padecían sus compañeros no era verdadero. El hombre de negro hacía honor a sus nombres y a su reputación. Les había mentido, toda esa visión no era solamente una pesadilla, no era del todo irreal. En medio de aquella contienda ocurría algo que ocurre en el mundo real, en “el mundo de los despiertos”, en donde la mayor parte del tiempo el sufrimiento más intenso no lo produce el dolor... sino el miedo mismo al dolor. En aquella pesadilla el dolor más profundo y la barrera más infranqueable para ganar era el miedo.

Hombres, bestias y demonios combatían con furia, pero los hijos del hombre de negro jamás caían, jamás se quejaban.

Un hombre alto de cabello cano y largo hasta los hombros, golpeaba con toda la fuerza de sus puños a un demonio de figura humana que estaba envuelto de pies a cabeza en una túnica negra y no respondía a la agresión. El hombre de blanco lo toma del capuchón que le cubría el rostro para lanzarlo al suelo. Pero al jalarlo hacia él, la tela se desgarró dejando al descubierto la cara del demonio. El hombre de cabellera plateada, al verlo palideció y sus piernas perdieron fuerza. El ser oculto bajo la túnica negra era una mujer joven con el rostro ensangrentado por los golpes. Una mujer a la que aparentemente el hombre de blanco conocía y por la expresión de consternación en sus ojos, que llegaba casi al punto del llanto, era una mujer a la que él posiblemente amaba. La joven derramaba sangre por la nariz y la boca, y en lugar de alejarse del hombre que la había lastimado, ella le extendía los brazos con misericordia, como queriendo abrazarlo. Kaleb aún en el suelo contemplaba la escena a distancia y lo último que vio, fue al hombre de larga cabellera cubrirse el rostro con las manos y arrojarse él mismo al vacío del oscuro abismo. Otra persona moría mientras soñaba.

La mujer ensangrentada al verlo desaparecer en la oscuridad, sonrió con desbordante placer, había cumplido su misión: matar a alguien con su propio remordimiento.

El cuervo grazna y otra nube convertida en roca cae sobre el grupo.

Uno a uno, esparcidos sobre la arena roja iban cayendo los hombres y las mujeres de blanco. Kaleb se levantó y sintió un oleaje de frío y cansancio por todo el cuerpo, pero comenzó también a sentir coraje, un incandescente sentimiento de ira al ver que sus compañeros, pudiendo protegerse en la cueva —en donde según el hombre de negro podrían encontrar su mundo real—, preferían morir en su propia pesadilla sin saber que el enemigo no eran los demonios que los atacaban, sino ellos mismos con sus miedos y sus limitaciones por ellos mismos impuestas. En la punta del peñasco veía sonreír con satisfacción al responsable de semejante masacre y pensó inesperadamente en aquella imagen que a él le daba fuerza, le infundía valor, lo hacía invencible ante el mundo y sus tragedias: Merali, su amor.

Kaleb sin despertar, despertó su conciencia y comprendió que todo aquello era irreal y si los demonios eran invencibles, ellos también podían serlo. Recordó cuál era su don: “su capacidad de amar”. Sus manos hirvieron de sangre y de pie en el centro de aquella masacre levantó las manos al cielo, hacia donde el cuervo graznaba y gritó con toda la potencia de su voz y sus pulmones. Sus dedos se incendiaron y de sus manos una llamarada violeta de energía explotó hacia las alturas, destruyendo en el aire las rocas que el ave infernal hacía caer sobre sus cabezas. Demonios y hombres lo observaban y a su vez sus compañeros visualizando sus propias capacidades, comenzaron a realizar lo irrealizable, adquirieron poderes sobrenaturales. Las cabezas de los demonios comenzaron a rodar sobre el suelo, pero otros más emergían de la grieta como hierba putrefacta que no es arrancada de raíz. Y es que la “raíz” estaba de pie en la punta del peñasco. ¿Quién podría derrotarlo? ¡No había arcángeles entre los hombres!

Kaleb continuaba expulsando llamaradas púrpuras hacia el cielo y entonces el hombre de la capa obscura desapareció del peñasco y apareció frente a él. Sus ojos negros resplandecieron de luz y Kaleb fue violentamente arrojado contra una pared rocosa. Lastimado en cuerpo y alma, el osado rebelde intentaba ponerse en pie mientras el hombre de negro avanzaba con paso firme hacia él.

Los demonios se hicieron aún más fuertes e incontenibles, los hombres de blanco que quedaban, pese a sus nacientes poderes, comenzaban a ceder.

Junto a Kaleb se levantaba la boca de la caverna en donde podía refugiarse y despertar de tan tormentosa pesadilla, pero entrar en ella significaba ser vencido por aquel monstruo de maldad y poner en riesgo todo lo que amaba. Su miedo era inmenso, pero así también era su orgullo y sobre todo su amor. Merali, como luz que deslumbra en la absoluta oscuridad volvía a aparecer en su mente. “Lo que te hace especial es tu capacidad para amar” —recordaba las palabras que veladamente intento decirle su mujer divina—. Una y otra vez repetía: “tu capacidad para amar”. Él poseía ese privilegio que lo hacía fuerte. Pero saber que no se está preparado para vencer también requiere de gran fortaleza; después de todo podría pensarse que algunos mártires se han convertido en héroes, no por su valor, sino por su falta de cordura. Y si todos morían valerosos en esta batalla, ¿quien quedaría pues erigido para pelear la siguiente? Contestándose a sí mismo tomó una sabia decisión. Verbigracia, supo que debía salvar a sus apasionados compañeros de un “suicidio inconsciente” y en tono estremecedor ordenó a gritos: “¡Entren a la cueva, todos entren a la cueva!”

Como por instinto de conservación, todos los hombres y mujeres corrieron hacia la caverna. Conforme entraban en ella, iban despertando de esa pesadilla en el mundo real; después tendrían que pelear otra batalla, pero quizá ya estarían preparados para ella. Mientras los hombres de blanco corrían para liberarse, Kaleb escuchaba graznar al cuervo y veía a algunos de sus compañeros ser sepultados por las rocas que caían del cielo. Levantó el rostro hacia las nubes y vio aquel animal maldito volar en las alturas. Vio después los ojos del rey de los demonios que cada vez se acercaba más a él y forzando una sonrisa le dijo con acento irónico:

—¡Tu mascota!

Y levantando las manos, destellos de llamaradas púrpuras iluminaron el negro cielo, reduciendo a cenizas al engendro del aire.

Al ver incinerado a su cuervo, el hombre de negro apretó los labios y extendió su mano. En una fracción de segundo Kaleb yacía sobre la roja arena padeciendo un dolor insoportable, era como si un rayo hubiese estallado en su pecho.

El príncipe de las tinieblas era ahora quien sonreía y entreabriendo los dientes pronunció con asco:

—El último héroe.

Después chasqueó los dedos y un trueno ensordecedor resonó en toda la bóveda celeste. Los millares de nubes que forraban el cielo se convirtieron en rocas y comenzaron a caer.

Kaleb con una mejilla sobre la arena, alcanza a ver los rostros aterrados de sus compañeros que corrían para salvar sus vidas. Veía los pies del hombre de negro, escuchaba su risa. Ya no tenía fuerzas para moverse, ya no había esperanza de seguir viviendo. Volteó la mirada hacia arriba y vio cómo el cielo se venía abajo, vio las nubes derrumbarse como meteoros contra la tierra. Cerró entonces los ojos esperando jamás volver a ver el amanecer... pero un brazo cálido le rodea el cuello y los hombros y otro más, la cintura. Esa persona lo pone de pie, lo aprieta contra su cuerpo y lo mete a la cueva. Kaleb de espaldas a su salvador sólo alcanza a ver a algunos de sus compañeros entrar en la caverna y a otros más desaparecer en el exterior bajo rocas y nubes de polvo, hasta que la entrada de su refugio quedó sellada por completo.

Los primeros hombres y mujeres en entrar a la cueva se desvanecieron en el aire, despertaron en el mundo real. Pero el resto quedó atrapado en ese pequeño cubículo de realidad. Era cierto que en aquel pequeño espacio cerrado se existía como se existe en el mundo real. Ninguno de los allí enclaustrados tenía poderes sobrenaturales; además sentían verdadero dolor y cansancio; respiraban con dificultad y de sus heridas comenzaba a brotar sangre.

El recinto de piedra se iluminaba con la luz amarilla de seis antorchas incrustadas en la pared y sobre el suelo se levantaban diez planchas rectangulares de piedra pulida. Quien llevaba a Kaleb abrazado, lo acostó precisamente sobre una de esas planchas. Él, recargó la cabeza en la fría superficie pétrea y abrió los ojos para agradecer el gesto heroico de su salvador. Cuando visualizó el rostro de aquella persona, palideció por completo.

—¡¿Merali?! --fue la única voz que resonó en aquella habitación de paredes terregosas.

Los restantes dieciséis hombres y mujeres presentes voltearon a ver a la mujer que atendía al desfallecido Kaleb. Ella llevaba puesto un vestido azul que semejaba seda, su cabello rubio caía sobre su pecho y su rostro resplandecía de una tenue luz blanca. A la vista de los presentes era un ángel de ojos azules que sonreía. No obstante, los sobrevivientes acababan de enfrentarse a visiones de demonios de rostros hermosos. Por lo tanto, esa mujer de azul no les inspiraba confianza y prefirieron repegarse en las paredes.

Kaleb la veía, ella le sonreía. No daba crédito a lo que en ese momento estaba viendo. Era Merali, su amor, su luz, su fuerza, su eslabón hacia Dios. Todo el dolor y cansancio que padecía fue inmediatamente mitigado con tan solo verla.

—Mi amor --dijo ella--, ¿cómo te sientes?

—Bien --contestó de inmediato--, no podría estar mejor.

Se enderezó rápidamente y la abrazó. La sentía entre sus brazos tan real como hace tantos años, tan real como en el Faro Sin Luz. Podía en verdad sentir su piel, oler el perfume de su cuerpo, la textura de su cabello.

—Merali, tú... tú...

—Sí, mi amor, no es un sueño, en verdad soy yo. Esto es tan real como el mundo en que tú vives. Te dije que cuando la esperanza se diluyera entre tus dedos; cuando se agotaran todas las fuerzas de tu cuerpo y tu espíritu; cuando el cielo se viniera abajo, las nubes se derrumbaran contra la tierra y en todo el universo reinara la angustia y la tragedia: yo siempre estaría allí para salvarte. ¿Lo dudaste en algún momento?

—Pero yo sé que esto es una pesadilla, que es un sueño --le decía a Merali sin dejar de abrazarla.

—Mi amor --responde siempre dulcemente ella--, ¿acaso no sabes que cuando soñamos, despertamos de la realidad en que dormimos?

Viendo a la pareja platicando en un cálido abrazo del que ninguno se quería liberar, los hombres y mujeres restantes se acercaron con más confianza y entre ellos comenzaron a comentar sobre su delicada situación.

Kaleb y Merali se abrazaban, se apretaban con fuerza el uno contra el otro. Repegaban sus cabezas, acariciaban sus espaldas, olían sus cuellos, sus cabellos. Se protegían el uno al otro de la distancia y el tiempo que los había separado. De ambos emergía calor, segundo a segundo el abrazo se hacía más cálido. Se acariciaban a sí mismos acariciando al otro, se amaban a sí mismos amando al otro. Y el abrazo se prolongaba, el hambre de tenerse, de sentirse no saciaba. Aprisionándose entre sus brazos cada uno se sentía liberado. Y el abrazo se prolongaba, el amor fluía y entibiaba sus cuerpos. Un abrazo de amor sin palabras, un abrazo de amor que se sabe, que se siente en expresión de calor pero no se declara. Era un abrazo cálido, lleno de ternura y necesidad. Era un abrazo dulce, un abrazo infinitamente delicioso.

Los demás allí presentes, aún preocupados por su situación, buscaban una salida. Los primeros en entrar a la cueva antes de que ésta quedara sellada por la lluvia de rocas, se desaparecieron, se desvanecieron en el aire y despertaron en su mundo de aquella pesadilla. Pero los últimos en entrar, por alguna razón quedaron atrapados en ese reducido lugar del cual aparentemente no había forma de salir.

Algunos compañeros de Kaleb mostraban ya preocupación en sus rostros, mientras que otros vigilaban sus heridas y se quejaban en silencio de sus lesiones. Pero Merali y Kaleb no se inmutaban, seguían abrazados. Se abrazaban como si esa fuera la primera vez en la eternidad que se sentían el uno al otro, como si se descubriesen por primera vez.

De pronto, la pareja se soltó y todos salieron de su trance al escuchar retumbar las rocas que bloqueaban la salida. Las piedras se sacudían y tras ellas se escuchaba como si una multitud vociferara enardecida. Las masas de roca se movían y algunos rayos de luz empezaban a filtrarse por entre las rendijas descubiertas. Todos, incluyendo a Kaleb y Merali, se hicieron hacia atrás, temerosos de lo que pudiera esperarles al quedar descubierta la entrada. Por entre las piedras comenzaron a verse las manos y rostros de los demonios que levantaban las piedras para entrar.

Los corazones se agitaron y algunas gotas de sudor resbalaron por las frentes de los arrinconados. Sólo Merali no mostraba emociones.

Finalmente la puerta quedó despejada y los demonios que aparentaban ser más fuertes que antes, entraban con paso firme y lento. Se acercaban poco a poco a sus víctimas. En la habitación únicamente se escuchaba la profunda y ronca respiración de aquellos monstruos. Los hombres y mujeres que se repegaban contra las paredes, se veían y se sentían diminutos e indefensos contra aquellas bestias.

Sin más, uno de los demonios a la cabeza del grupo estalló en gritos y el resto de su séquito se lanzó contra los hombres de blanco. Los tomaron de las ropas y los lanzaron contra el suelo y las paredes terrosas del lugar. Los rostros de los agredidos comenzaron a teñirse de sangre y sólo usaban sus manos para evitar ser golpeados, ninguno era capaz de defenderse contra aquella multitud de fieras.

Kaleb sintió un golpe en el costado derecho de la cara y cayendo de rodillas, su vista se nubló. En el suelo levantó la mano izquierda para asirse del vestido de su amada, quería protegerla. Se sintió débil, no podía incorporarse. Escuchaba gritos y lamentos. Por su mente cruzaban mil ideas y recuerdos, pero su mano no se soltaba del vestido de Merali.

Levantó la cara y la vio a Ella, Ella tan hermosa y llena de paz.

—Levántate mi amor.

Él no contesta, no puede hablar.

—Levántate, ellos son reales. Si no te defiendes te van a matar.

Pero él casi no tiene fuerzas. Siente entonces un golpe en las costillas que lo sofoca.

—Entre más te dejes vencer por el dolor, más dolor sentirás. ¡Levántate! —y era cierto, pues si al sentir dolor se derrumbaba en lugar de luchar por defenderse, en vez de consolar o aliviar su padecimiento, sería víctima de más y más dolor hasta que éste fuera suficiente para matarlo.

Kaleb tomó una profunda bocanada de aire, apretó el maxilar, tensionó sus músculos y se levantó de golpe.

En cuanto estuvo erguido, uno de aquellos monstruos que lo vio incorporarse, lo atacó rasgando su pecho con sus afiladas uñas. Inmediatamente el tórax de Kaleb se cubrió de sangre, pero él no se quejó, únicamente cerró los ojos soportando el dolor por unos instantes, luego los abrió y gritó con incontenible ira:

—¡No! --y estrelló su puño contra la cara del demonio que lo había lastimado; asimismo sin meditar más al respecto, golpeó también a otro de esos engendros en la espalda.

Aquellas moles deformes de músculos y con ojos desorbitados, cayeron como troncos secos de roble al suelo y cada uno por su lado gemía como si estuviesen siendo quemados en una hoguera.

—¡Levántense, golpéenlos, defiéndanse, no se dejen morir! --ordenó Kaleb a sus compañeros.

Anteriormente ya había dado Kaleb una orden que todos obedecieron: cuando antes de la tormenta de piedras les gritó que se refugiaran en la cueva. En esta ocasión todos escucharon la nueva orden y viendo lo que él acababa de hacer, al unísono se pusieron de pie y arremetieron a golpes contra los demonios. Todos eran tan fuertes e impetuosos como Kaleb pero en ese lugar se hallaban solos, nadie tenía a su lado a un ser tan virtuoso como Merali para que los guiara por aquel doloroso e inseguro sendero. Así que carentes de una guía, una luz, todos los hombres y mujeres de blanco obedecieron a Kaleb.

Por inaudito que pareciese, era suficiente tocar con fuerza a uno de esos monstruos, para que éste cayera al suelo vociferando y sin poder levantarse. Algunos incluso lloraban y semejantes a niños ultrajados se cubrían la cabeza con las manos y gritaban. Bastaba sólo un golpe para derribarlos. Uno a uno iban cayendo para no volverse a levantar.

Kaleb y los otros se notaban realmente extrañados de semejante victoria. Ninguno alcanzaba a comprender el porqué de la debilidad de aquellos demonios.

—Mi amor --dice Kaleb mientras ve a sus compañeros atacar a sus agresores—, no entiendo. ¿Qué es lo que pasó? ¿Por qué son tan débiles si aparentan ser invencibles?

—Te repito una vez más, esto es absolutamente real.

—¿Y eso qué tiene que ver con los demonios?

—Están sintiendo dolor por primera vez en su vida. Jamás lo habían sentido. No eran fuertes, sólo eran insensibles.

—Y entonces nosotros...

—Ustedes son realmente fuertes. Han padecido dolor toda su vida, han sufrido, han llorado, han quedado marcados por alguna tragedia y ninguno de ustedes ha muerto, todos tarde o temprano se han levantado. Con lágrimas se han hecho fuertes. Ustedes son los invencibles, los virtuosos, los elegidos del llanto.

—Cuando te perdí --dice Kaleb--, hasta dormido lloraba. Sentí que moría de tanto llorar. Sin embargo a veces sonreía sin saber por qué. Y con el tiempo descubrí la razón de esa sonrisa. Descubrí que el que sufre tiene dos consuelos: morir para llegar al cielo o alcanzar el punto aquel en donde el dolor es tan intenso que lo hace sonreír, porque sabe que más ya no le es posible sufrir.

Merali le sonríe gozosa y añade:

—El dolor infunde invaluable fuerza, te hace digno a vivir en otra vida en la que sabrás valorar realmente el privilegio y la dicha de no padecer ya más ningún dolor. Si no fuera por el llanto, jamás serías feliz al sonreír. Las lágrimas limpian tus ojos para que al ver la felicidad, la sepas distinguir.

Ya todos los demonios estaban en el suelo. Aunque cansados y adoloridos, los hombres de blanco se veían unos a otros con satisfacción. Riendo se sabían vencedores.

Los engendros se fueron quedando inmóviles y la tierra los fue devorando. Paulatinamente desaparecieron. En la distancia, bajo el rojizo resplandor del cielo, el príncipe del dolor veía a los que lo habían derrotado. Se puso una mano sobre la boca y besó sus dedos, luego en dirección a ellos sopló sobre su palma mandándoles el beso, el beso de muerte y de tragedia que no pudo darles. Sus ojos se apagaron y desapareció en la obscuridad: el mal tiene sus limites, el bien es infinito. Y eso hasta él mismo lo comprende.

Por su parte los diecisiete hombres y mujeres que aún soñaban, incluyendo a Kaleb, se acercaron unos a otros.

—Quizá algún día nos veamos allá en nuestro mundo --dijo una mujer.

—Yo soy escritor --dijo un joven--, espero hacer ruido con mis letras. Ojalá algún día sepan de mí. Me gustaría volver a verlos y que ustedes recordaran quien soy.

—Somos hermanos de una misma tragedia, compañeros de un mismo triunfo - abundó el más viejo de ellos.

Luego sin decir nada, colocaron sus manos en el centro y se agarraron entre todos. Se observaron fijamente para reconocerse por si algún día se veían en su mundo: “en el mundo de los que se creen despiertos”.

Uno a uno se desvanecieron en el aire, se evaporaron de su propio sueño, excepto Kaleb. Cuando ya todos habían desaparecido, inmediatamente volteó a ver si Merali seguía allí. Y en efecto, esa preciosa mujer allí estaba esperándolo, sonriéndole, diciéndole infinidad de cosas sin pronunciar una sola palabra. Sus ojos azules decían tanto, que hablar resultaba innecesario.

—¿Qué pasó, en donde están los demás?

—El destino les hace justicia, van a recibir su recompensa.

—¿Recompensa?

—Sí.

—¿Y yo?

—También tú... también nosotros.

En ese instante todo el lugar se llenó de luz, una luz deslumbrante que al disminuir su intensidad dejó al descubierto una cama bajo un cielo oscuro. Una gran cama con la cabecera repleta de frondosos alcatraces frescos y rodeada por cientos, miles de kilómetros de pedestales con velas encendidas, millares de llamas que sólo desaparecían en los puntos cardinales de la circunferencia del horizonte. La bóveda celeste lucía desbordante de estrellas y frente a frente con las manos entrelazadas estaban Kaleb y Merali. Él vestido de negro y ella con su vestido de novia.

El momento que en vida nunca llegó, al fin se realizaría en ese espléndido lugar de ensueño.

—¿Qué nos hace falta mi amor? --pregunta ella.

—A ti no sé. A mí: únicamente tú.

Se acercaron lentamente sin prisas, no había relojes, parámetros ni reglas para su amor. Sus narices se unieron, sus labios se rozaron y se besaron suavemente. Sus bocas se unieron, se humedecieron y degustaron el sabor de cada uno.

El saco, el velo, la corbata, la corona, las ropas fueron cayendo. Los cuerpos se iban liberando, las almas se iban acercando. Ya sólo unos cuantos trozos de tela cubrían sus cuerpos. Éstos por fin cayeron al suelo... y ambos se vieron absolutamente libres.

Él tocó en ella las partes más delicadas y sensibles de su cuerpo. Descubrió por primera vez en su vida la delicia de rozar con sus yemas, la piel que en ella jamás había sentido.

Se recostaron en la cama. Él recargó su cara sobre el pecho de su mujer querida y comenzó a arrullarse con el latir de su corazón, pero no había tiempo para dormir, el sueño apenas comenzaba. Se observaron, se besaron, se fueron descubriendo poco a poco. Él descansó sobre su cuerpo, ella miraba al cielo con los labios entreabiertos.

Segundo a segundo, durante horas, se fueron complementando el uno al otro. Se unieron, se fundieron en una sola carne; se aprisionaron en una misma piel; se besaron con hambre, deseo y sed; se inundaron de sí mismos; se asfixiaron de dicha; se abrazaron, se sintieron; se entrelazaron, se mezclaron, se derritieron, se saborearon, se hicieron uno, ¡se hicieron amor!... y tocaron en el mismo instante las puertas de la gloria, se derramaron de gozo, de placer. Gritaron con incontenible dicha. Sus espíritus se confundieron, perdieron forma, los dos eran la misma esencia. Luego fueron bajando lenta, muy lentamente. Se fueron separando, fueron recuperando el sentido y la noción de ellos mismos. El instante de dicha eterno se hizo exquisito, se hizo suave y sólo dejó un dulce sabor y aroma en lo más íntimo de sus cuerpos. Regresaron del cielo, recuperaron el aliento, volvieron en sí.

—Mi amor --decía ella con dificultad.

—Mi muñeca preciosa, mi amor --decía él sin abrir los ojos.

—Esta fue nuestra recompensa Kaleb, se consumó nuestro amor.

—No lo puedo creer... no sé que ha sido esto.

—Es lo que hayas sentido, sólo eso.

—Nuestro amor... esto... ¿qué es real, cuál es o dónde empieza el sueño?

—Esto es tan real como nuestro amor --le contestaba Merali aún jadeante.

—Ayúdame a entenderlo preciosa, que si esto no es un sueño, que si esto es real, no quiero regresar de donde vine.

—Existe una prueba de este amor y de este encuentro. Nuestro amor ha dado fruto —hace una pausa y toma aliento--, nuestros espíritus se unieron y engendraron uno nuevo.

—¿Qué?

—En ocho meses serás padre, tendrás una niña... será la encarnación pura de nuestro amor, el espíritu nuevo que nosotros hemos procreado, el espíritu de nuestra hija.

—¿Nuestra hija? --repetía él.

—Nuestra hija. Nuestro amor vivo y eterno.

Ambos observaron las estrellas y durante un par de minutos el único ruido que se escucha es el del flameo de los millares de velas que los rodean. Después Kaleb prosigue:

—¿Nos volveremos a ver?

—Te amo, y si lo recuerdas toda tu vida lo sabrás más allá de la muerte.

—¿Pero nos volveremos a ver? --él insiste.

—Cuando termine tu vida. Yo te recibiré de este lado. Sé siempre el hombre que has sido, el hombre que yo amo y estaremos juntos por toda la eternidad.

Kaleb cierra los ojos, la abraza con fuerza, se recarga sobre ella, besa su cuello y le dice:

—Viviré por ser ese hombre que tú amas y estaremos juntos por siempre.

—Sí, estaremos juntos por siempre... por siempre, por siempre.

Abre los ojos y ve bajo su cuerpo y entre sus brazos a Angélica, que le repetía al oído:

—¡Sí, por siempre, por siempre!

La cama despejada, las sábanas bañadas de sudor, de lágrimas y algunas gotas de sangre. Angélica sofocada y con el cabello desordenado. ¡Su matrimonio se había consumado!

Ella lo besaba. Él cansado, confundido, no se movía. Se dejaba besar pero no respondía, no entendía. El amor seguía sobre la cama y en el cuerpo de su esposa, pero el no lograba distinguirlo. Al fin respondió a las caricias y después conciliaron el sueño hasta el alba. Angélica nunca supo lo que pasó. Él no lo entendió y tampoco lo creyó si no hasta...


IX

Kaleb nervioso veía a través del cristal de una vitrina. Percibía un aroma a alcohol y a chocolate. Del otro lado agudos llantos y gente que salía y entraba intermitentemente. El reloj con su tic-tac y él con su angustia.

Al fin, como un milagro, después de ocho meses, una noche en vela y cuatro horas de insoportable espera: del otro lado de la vitrina una enfermera llama la atención de Kaleb ondeando la mano. Le muestra a un recién nacido que lleva en brazos. Aquella mujer y el orgulloso padre sonríen juntos. Ella le dice algo que él no puede escuchar pero sí logra leer perfectamente en sus labios: “¡Fue niña!”

Viendo a esa criatura rosada, regordeta y de ojos cerrados, Kaleb recuerda de manera casi instantánea aquella noche, aquel sueño y a su mujer amada. Los ojos se le llenan de lágrimas y el corazón de recuerdos.

Hubo fiesta, dicha, alegría. Los dos esposos, la recién nacida y los familiares que se regocijaban con la recién llegada.

Cuatro meses después, la pareja orgullosa: Kaleb y Angélica, salían de la iglesia con su niña envuelta en un cobertor blanco. Habían bautizado a su bebé, el angelito de ojos verdes y cabecita de pelo ralo ya tenía nombre, se llamaba: ¡Merali!, a petición del padre —un precioso nombre para una bella hija.

La niña era fehaciente símbolo de un hermoso cariño terrenal y juramento de un etéreo amor eterno. Kaleb veía en ella el fruto de su amor, su fe y su compromiso. El origen de esa criatura siempre fue un secreto que Kaleb llevó consigo toda su vida. Sabía que de confesárselo a alguien, no le creerían, después de todo a los seres humanos les es más sencillo creer mentiras que aceptar verdades.

Él adora a su familia, es un excelente esposo, un extraordinario padre. Vive para ser el hombre del que Merali se enamoró, aquel que merezca pasar la eternidad a su lado. Aquí en su mundo es feliz, sin embargo él sueña con algún día sentirse pleno.

Kaleb observa a Angélica, su maravillosa mujer, a la que en primera instancia aceptó por parecerse a Merali. Él sabe que es una bendición haberla conocido y vivir junto a ella, pero sabe también que no son almas gemelas y por eso, en un álbum secreto, guarda la fotografía de esa alma que él espera. La fotografía que salió al dispararse su cámara cuando él mismo la arrojó sobre la cama, aquel lluvioso día en que recibió la llamada de Merali. Es una fotografía en la que él aparece con la cabeza inclinada hacia la derecha, el brazo izquierdo extendido hacia enfrente, la mirada algo perdida y el semblante triste. Es una imagen en la que él esta solo, en donde solamente aparece él, pero al mismo tiempo únicamente está Merali. Una fotografía de él, en la que sólo la ve a Ella.

¡A veces adoramos reflejos de lo que amamos... sombras de la verdad!

Jamás volvió a llorar la ausencia de la mujer a la que ama más que a sí mismo. En esta vida lloramos las lágrimas que nos pide el cielo. Lloramos con desconsuelo por aquello que quizá nunca tendremos y lloramos con amargo dolor lo que perdemos. Pero así es la vida, no es fácil, en ocasiones parece muy dura, pero la vida es sólo eso, un instante que algunas veces nos hace sonreír y algunas otras nos enseña con llanto a ser felices. Ese es el misterio, esa es la vida: existir y luchar por conquistar lo que amamos; por alcanzar la felicidad; por llegar al cielo, que significa ser felices, ser plenos.

Hay amores definitivos, eternos, que no mueren ni con la muerte y a quienes los padecen eso los mantiene vivos hasta en los momentos más obscuros de la vida, aquellos en los que se hubiera deseado no haber nacido. Esos amores los siembra Dios, esos amores son bendiciones, esos amores se realizan.

No importa cuánto se llore en esta vida, algún día todos conquistaremos nuestros más profundos anhelos y nuestros más benditos sueños. De lo contrario, jamás sabremos que hemos alcanzado la gloria.

¡¡¡Quizá en vida o tal vez hasta después de perder el aliento, pero en definitiva, sólo cuando seamos felices, sabremos que hemos llegado al cielo!!!

Jousín Palafox Silva. 18 de Marzo del 2000.


COMENTARIO

Las únicas verdaderas pruebas de amor son:

— Perdonar, así también como pedir perdón.

— La Confianza.

— Y la Espera.

Piensa en alguna persona y si estas dispuesto a probar tu “AMOR” de estas tres maneras... bendito tú y afortunada ella.


INFORMACIÓN DE CORTESÍA

Novalis, seudónimo de Friedrich Leopold von Hardenberg. Este poeta alemán nacido en el siglo XVIII, fue uno de los escritores que formuló la teoría del romanticismo literario.

Estudió derecho, ciencias y filosofía en las universidades de Jena, Leipzig y Wittenberg, se hizo funcionario civil pero dedicó todas sus energías a escribir y a proclamar su amor por Sophie von Kühn, su prometida (fiel a su amor; semejante a mí en este aspecto), quien murió a la temprana edad de quince años. Es famoso por su poesía lírica y por su prosa, caracterizadas por un profundo misticismo religioso. Fallecido a los 29 años, fue autor de una reducida obra poética, realizada en sus últimos años de vida y en recuerdo de su amada, pero en sus trabajos resalta una belleza tan sublime que influyó en muchos otros escritores. “Himnos a la noche” escrita en 1800, expresa su desolación ante la muerte de Sophie, pero al mismo tiempo su creencia en la muerte como un renacimiento místico en la presencia de Dios (“No te apartes de mi vera, muere tú cuando yo muera. Yo te lleve pues te traje. Fuiste noble compañera de viaje. Rimemos nuestros destinos hacia todos los caminos que habremos de recorrer en lo inmenso del arcano y vallamos por la muerte de la mano como fuimos por la vida, sin temer” —escribió Amado Nervo. Quizá así también pensó Novalis). En la novela inacabada “Enrique de Ofterdingen”, publicada póstumamente, se creó el símbolo de la Flor Azul (Die blaue Blume), que representaba el secreto del arte y el deseo del héroe de hacer del mundo, un lugar de belleza a través del poder de la imaginación creativa.

“Para mí, la Flor Azul es algo mucho más grande que el deseo de un héroe, aunque para conquistarla en verdad se debe tener el coraje de uno de ellos. Para poder hablar de ella tendré quizá que escribir muchos libros y aún así no sé si la vida o las letras me basten. ¡Yo amo a Mi Flor Azul, No a la de Novalis!”

Extractada por el autor, de Microsoft `Encarta' 1999.


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